Las microalgas que logran descontaminar el agua en Colombia
Los peces vuelven a beber

San Benito Abad, en La Mojana sucreña, utiliza microalgas endémicas para limpiar la ciénaga de Santiago Apóstol. Estos microorganismos se alimentan y se fortalecen con aguas residuales y desechos orgánicos producidos por las comunidades aledañas. Otras poblaciones empiezan a usar la tecnología para purificar sus sistemas hídricos.
Cuando llueve en San Benito Abad, las precipitaciones se apoderan del pueblo. Cae tanta agua que irrumpe con fuerza entre las calles, los comercios y las casas de los sanbenitinos. Pero no llega sola. Viene cargada de desechos orgánicos e inorgánicos, grandes como tapas de gaseosa, bolsas de plástico y cáscaras de fruta y diminutos como bacterias o partículas de aceite de los motores de las lanchas o de las motos, que se acumulan en las aguas empozadas de las esquinas del puerto. Esas mismas aguas que dan de comer a los niños y adultos de la región.
San Benito Abad es un municipio de La Mojana sucreña de apenas 25.000 habitantes, pero con un vasto territorio de 1.592 km2, casi el tamaño de Bogotá. Los pobladores, en su mayoría, son pescadores artesanales que durante su faena matutina navegan en largas canoas de madera por los canales y pasos de la ciénaga de Santiago Apóstol, en donde desembocan las aguas del arroyo Grande de Corozal. En ellas hay bacterias como la E. coli, provenientes de materia fecal de humanos y de animales, lo que ocasiona afecciones gastrointestinales como diarrea y disentería y enfermedades virales como poliomielitis. Además de los daños en la salud, el impacto ambiental entorpece el desarrollo de la fauna y la flora, pues mueren más peces por los fertilizantes y pesticidas depositados por las industrias, y aumentan los hongos e infecciones en las plantas del cenagal.
Los niveles de contaminación son tan elevados que Alberto Pupo, pescador dueño de la emisora comunitaria, sostiene que de 30 pescados, 15 deben desecharse para alimentar a los cerdos porque no son aptos para el consumo humano. Aunque todos están contaminados, unos vienen en peor estado. A veces los identifican por la talla, pues algunos son tan pequeños que no sirven para comercializar. A otros los descartan por el color opaco de su piel.

Lo que ocurre en San Benito Abad no es ajeno al resto del planeta, cuya superficie es 70 % agua. Las investigaciones de la Fundación Aquae señalan que solo el 0,025 % es consumible debido a la abundancia de materiales contaminantes y a la salinidad. A su vez, la Organización de Naciones Unidas estima que para el año 2050 el 52 % de la población vivirá una escasez por la contaminación. Por lo tanto, limpiar y cuidar los ecosistemas hídricos es una prioridad y una responsabilidad de todos.
Eso es, justamente, lo que está sucediendo en este pueblo del Caribe donde las temperaturas oscilan entre 30 y 35 grados centígrados y la humedad envuelve el ambiente. Desde 2019, en su territorio se adelanta FicoSucre, un programa piloto de descontaminación de la ciénaga nacido en los laboratorios de la Facultad de Ciencias de la Universidad de los Andes, cuyos aliados son la Gobernación de Sucre y las universidades Simón Bolívar y de Sucre.
El proyecto colaborativo opera mediante ficorremediación, tipo de biorremediación que usa microalgas endémicas que, junto con algunas bacterias acompañantes, son capaces de transformar las sales, los hidrocarburos y la carga orgánica en biomasa útil. Esta puede convertirse en energía renovable —por ejemplo, en abono orgánico— o como en el caso de San Benito Abad usarse para descontaminar.
Esta tecnología, ideada por el investigador en temas de ingeniería química V. Sivasubramanian, director del Centro de Investigación Ambiental Phycospectrum (PERC) con sede en India, fue usada para descontaminar el lago Mainath en el país asiático y se ha extendido a otras partes del mundo.
La ficorremediación utiliza microorganismos que miden entre 2-200 μm (micrómetros) y basa su funcionamiento en el hecho de que las algas se alimentan de residuos contaminantes. De esa forma, los desechos les proveen la energía requerida para sobrevivir, y en contraprestación ellas absorben el carbono y limpian los ecosistemas. Pero hay una condición para el éxito: las microalgas deben ser nativas de la fuente hídrica que se va a limpiar.

Como en la ciénaga de Santiago Apóstol estas plantas no son mayoritarias es necesario aumentar su volumen hasta 100 veces. Por eso, hay que producirlas en masa en el laboratorio.
En 2019, Jaime Eduardo Gutiérrez, estudiante del doctorado en Ciencias Biológicas y fundador de la empresa Phycore, aliada del proyecto, montó la primera planta de ficocultivo en el corregimiento de Santiago Apóstol. En 12 piscinas ovaladas y con 3 tamaños distintos, se producen 10.000 galones de concentrado de microalgas al día mediante el movimiento continuo de los race ways (especie de molinos), y se conservan en tanques sedimentarios de fibra de vidrio. Para finalizar el proceso, las microalgas son transportadas en el camión inoculador, que vierte el concentrado de microorganismos en el arroyo Grande de Corozal.

Los residuos son reutilizados y con ello se producen retornos positivos en lo socioeconómico, como el bajo costo del método planteado por Gutiérrez. Este es 90 % más económico que otras tecnologías descontaminantes, según Martha J. Vives, doctora en Ciencias Biológicas e investigadora sobre el comportamiento de microorganismos y su aplicación en procesos ambientales y de control de patógenos. Además, los ficocultivos pueden ser sostenibles en el tiempo, pues es fácil implementarlos en las comunidades locales para que sean ellas las que administren los recursos y ejecuten el paso a paso técnico exigido.
Así lo hizo Coschool, un equipo interdisciplinario enfocado en la educación socioemocional, con 130 líderes, entre estudiantes, pescadores y profesionales locales, que aprendieron a manejar la planta para descontaminar sus sistemas hídricos con la ayuda del mismo ecosistema. Durante un año, en reuniones semanales y talleres quincenales, los escolares se organizaron en siete colonias representativas de las algas: Scenedesmus, Ankistrodesmus, Chlorella, Coelastrum, Desmodesmus, Monoraphidium y Selenastrum y como resultado de la dinámica grupal elaboraron carteleras ilustradas que explicaban el proceso de descontaminación. De ahí nació “el Chicobocachico”, que les cuenta a los niños cómo con la ayuda de sus amigas las algas se ha alcanzado una mejor calidad del agua, así como una baja considerable en la mortandad de peces.
FicoSucre aún está en la primera fase, pero ya arroja resultados positivos. Raúl Díaz, representante de la Asociación de Pescadores, ha experimentado los cambios ambientales de la ciénaga: las aguas son más cristalinas, su olor ya no es putrefacto y la superficie está libre de la capa espesa de sedimentos que la opacaba. “Desde que se comenzó el tratamiento de las aguas contaminadas que bajaban del arroyo Grande de Corozal, el agua ha mejorado, está excelente. Se puede decir que la pesca no está perdida”, dijo con vehemencia en septiembre de 2021 durante una reunión comunitaria en el restaurante de Yesenia, reconocido por el bocachico como protagonista del menú.
Raúl es uno de los muchos pescadores que para comercializar la pesca del día caminan descalzos entre el lodo y las turbias aguas, así como entre los niños que juegan y comparten con los cerdos y las gallinas. “Somos pescadores y vivimos 100 % de esto; no se puede jugar con el ecosistema porque afectaríamos nuestra economía. Ese proyecto de microalgas ha ayudado mucho, antes no podíamos consumir lo que pescábamos”, expresó esperanzado en la reunión y dejó entrever una sonrisa tranquila; por primera vez nota un cambio en la calidad del agua.
Pescadores como Raúl o Alberto describen al dios de La Mojana, que los acompaña y vela por proteger sus aguas, como un hombre corpulento y renegrido por el sol. Cuentan que fuma tabaco en las orillas de la ciénaga y los ayuda componiendo las atarrayas con su espíritu burlón. Si bien es alegre, puede ser inflexible cuando del medioambiente se trata. Como dice la cantadora bolivarense Martina Camargo “si el cuento fuera real y el mohán se levantara, nadie basura tirara porque el mohán se lo llevaba”.
¿Aunque mal paguen ellos?
¿Aunque mal paguen ellos?
Treinta sentencias, en el mundo, dicen que hay relación laboral entre plataformas digitales y prestadores del servicio. Ocho la niegan. “Hay altísimos niveles de subordinación”, dice la jurista Natalia Ramírez. Un proyecto cursa en Cámara. Pero ¿cómo es cuando hay que vivir de lo que tire la app?
Amaneció y veremos
Yosbert sabía que no iba a ser fácil, pero Rosa confía plenamente en él.
Esa incertidumbre con la que salieron de Venezuela sigue estática. Cargaban un morral, bolsas con ropa y una zozobra que cobró fuerza al pasar la frontera, caminando, con el agua del río Táchira casi hasta el ombligo y con Nicole en los hombros de su papá.
Han pasado cuatro años. Cuatro en búsqueda de una oportunidad de vida que les diluya esa ansiedad que todavía les alborota la mente y el cuerpo.
Son las 7 de la mañana. Es el oriente de Bogotá. En el barrio El Triunfo, la neblina se esparce en la montaña, arrastrada por una brisa fría. Adentro, por una ventana minúscula, se cuelan los primeros rayos de sol. Reemplazan la bombilla que dejó de alumbrar hace un par de semanas. En la casa de la familia Roberts se respira un aire tibio, de hogar.
Faltan cinco días para Navidad y Yosbert espera ‘hacer su agosto’. Sus párpados sostienen el peso de una jornada que terminó a medianoche, entregando puerta a puerta pollo asado, hamburguesas, perros calientes, arroz chino… Debe trabajar más tiempo para ganar lo del diario y para la celebración que se avecina.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) reportó en 2021 que, en Colombia, cerca de 45 % de los “colaboradores” o “trabajadores” de plataformas digitales son extranjeros, como Yosbert, en un contexto de migración masiva y de trabajo informal (que llegó en 2021 a 48 % según el Dane). En la relación atípica entre las plataformas y los prestadores del servicio no se realizan, como si se tratara de empleados, aportes a salud o pensión y tampoco reciben protección frente a los riesgos laborales que supone trabajar en las calles.
El argumento de las empresas es que, quienes se vinculan, laboran con “libertad y autonomía”, sin un control subordinante.
“Hasta hace poco, el trabajo subordinado requería la presencia del trabajador de manera habitual en la sede de la empresa, el control disciplinario directo y el cumplimiento de horarios de trabajo, entre otros. Pero, a partir de la entrada en el mercado del trabajo en plataformas, los cambios se han producido de manera atropellada”, asegura el estudio ¿Son trabajadores o contratistas independientes? Balance jurisprudencial del trabajo en plataformas, de la Universidad de los Andes.
“Esto es la legalización de la explotación de los migrantes. Falta veeduría del Ministerio de Trabajo”, dice, tajante, Natalia Ramírez-Bustamante, experta en derecho laboral y doctora de la Universidad de Harvard, quien encabezó el estudio.
Él es un tipo robusto. Al decir su nombre y apellido se le despierta un ‘yanqui’ que lleva adentro: “Yosbert Roberts y tengo 38 años”, dice con pecho inflado y acento caraqueño en cada palabra. Ama la cocina. Recién llegó a Colombia fue ayudante de restaurante por 20 mil pesos día y, con la pandemia, terminó en una plataforma digital llevando domicilios.
Mientras filtra el café en una coladera cuenta que maneja su horario. También, que le hace mantenimiento a la moto que alquila y cómo armó su kit con casco, botas de lluvia, impermeable y una maleta térmica que mantiene en condiciones óptimas los alimentos que entrega. “Esto no lo dan, lo compré por mi cuenta. El combo -maleta, impermeable, cachucha y unas tarjetas con las que adquirimos los productos- sale en 170 mil pesos”.
Transitar la capital es rodar una pista de obstáculos. Cada bache es una trampa mortal para bicicletas, motos o, incluso, automóviles. Y hay que desafiar la inseguridad: “Había comprado una bicicleta; era feíta y vieja, pero la remodelé y me atracaron con cuchillo, me la quitaron y también me robaron el celular, mi herramienta de trabajo. Tuve que comprar uno de segunda”, rememora. “Ese trabajo es duro, él está expuesto todo el tiempo”, interrumpe su esposa, que espera el café en el sofá de tela a cuadros escoceses de dos puestos. Ella es experta en técnica dental, pero trabaja como mesera en un restaurante icónico del Centro.
Ninguno ha perdido el ímpetu ante una ciudad extraña ni ante el desprecio por ser inmigrantes, a pesar de haber legalizado su condición. Yosbert se hizo a una segunda bicicleta, pero se la volvieron a robar; se le llevaron hasta un paquete de salchichas, el pan y unas salsas para perros calientes. La Policía la halló desbaratada en un inquilinato del barrio Las Cruces, en donde se habían repartido hasta los pedales.
“Yo le pegué ese aviso a la moto”, dice Rosa y señala el guardabarros, donde una calcomanía representa a papá, mamá e hija sobre un letrero: ‘Mi familia me espera’.
“Es como un escudo”, complementa.
‘Libre soy’

“¿Y mi papá?”, pregunta Nicole, despelucada como la muñeca que aprieta debajo del brazo, luego de salir corriendo de una de las dos habitaciones. Es el alma de la casa. Despierta todos los días a la misma hora y, aunque tiene cuarto propio, duerme en el principal con la excusa de esperar a su papá. Sus crespos negros evidencian el orgullo heredado de Yosbert: “Mi papá es negro y mis abuelos, norteamericanos”, dice mientras se acomoda su cachucha de los Yankees de Nueva York.
Rosa alista el baño y el traje de la niña de 4 años que repite, incansable, un canto infantil: “Libre soy, libre soy…”. Antes del chapuzón, los tres se sientan por unos minutos en el sofá. En su casa, por la que pagan 500 mil pesos mensuales, la sala es también parqueadero de la moto y el comedor hace de patio de ropas. “Por ellas todo vale la pena”, dice Yosbert con la pequeña Nicole sentada en sus piernas tras un encuentro de sonrisas iluminadas.
Un yogur y un vaso de gaseosa son el desayuno de Nicole, que sale aferrada de la mano de su papá hacia la casa de Karina, la vecina a la que le pagan diariamente 10 mil pesos por cuidarla. La pequeña estalla de amor en los brazos de su padre y se despide.
Riesgo latente

La situación de trabajadores como Yosbert no es clara. En el estudio de Los Andes, las defensas de las plataformas señalan que estas “son simples intermediarias entre la oferta y la demanda de bienes y servicios”. No prestan, dicen, servicios de manera directa; conductores y domiciliarios son empresarios independientes que desarrollan su propio negocio y son libres de elegir los días y franjas horarias de trabajo. “La aplicación no fija tiempos mínimos de labor ni horas de inicio o finalización del servicio”.
“El poder de la aplicación hizo que haya más oferta de trabajo, aunque las condiciones se deterioraron, más aún con la pandemia —explica Ramírez-Bustamante— Después de esto, se puede decir que hay altísimos niveles de subordinación. No existe, por ejemplo, libertad para decidir si al domiciliario no le interesa tomar un pedido”. La abogada se refiere a que si el prestador del servicio no acepta alguno, “le disminuye la cantidad de domicilios al día”.
Yosbert anuda sus tenis de basquetbolista. Desliza la moto sobre par tablas de madera que cubren dos escalones en la puerta de la casa, Rosa se echa al hombro la maleta térmica de los pedidos y se montan en la motocicleta arrendada por 120 mil pesos mensuales, pero, al encenderla, un ruido inquieta a Yosbert: “Se rompió la guaya”. Otros 10 mil pesos menos. No puede darse el lujo de perder un día de trabajo.
Mi jefe, un algoritmo
¿De cuánta gente estamos hablando? Fedesarrollo estima que cerca de 200 mil personas trabajan con plataformas digitales. Precisarlo es difícil: la pandemia, el desempleo y la situación económica han podido impulsar más trabajadores hacia ese sector, al mismo tiempo que la demanda de servicios también se incrementa por parte de los usuarios.
Rosa se queda en la cigarrería. Yosbert y otros domiciliarios comparten empanada y gaseosa bajo la sombra de un árbol en la plazoleta de Las Aguas, mientras la aplicación les ‘bota’ algún servicio. Es su centro de operaciones. “Hay domiciliarios muy celosos. En Chapinero no dejan que vayan extranjeros como nosotros”.
Estas innovaciones digitales aportan entre 0,2 % y 0,3 % del PIB del país. Así lo indica el estudio Las plataformas digitales, la productividad y el empleo en Colombia, realizado por Fedesarrollo en 2020 y financiado por una de las empresas más reconocidas del sector. Destaca, además, la innovación, la bancarización, el uso de nuevas tecnologías, beneficios a diferentes tipos de colaboradores y bienestar entre los usuarios. No obstante, afirma que “se presentan menores niveles de cotización a seguridad social. En parte, por falta de esquemas viables de contribución para independientes que ganan menos de un salario mínimo o para migrantes”.
Para el economista y viceministro de Empleo y Pensiones, Andrés Uribe, “el tema, en el mundo, no es fácil. El Ministerio de Trabajo busca adaptar la contratación a la legislación actual; se busca vincular a estas plataformas a la norma ya existente”.
“El Código Sustantivo del Trabajo sería la respuesta si existe una relación laboral -agrega la abogada Ramírez-Bustamante-. Es claro que sí hay falsas promesas y las condiciones y el modelo deben replantearse”. Los colaboradores, a juicio de Uribe, deben estar vinculados a los pisos de protección social.
Un proyecto de ley de Mauricio Toro, representante a la Cámara, busca eso, garantizarles la seguridad social. La iniciativa, concertada con varios sectores, propone un “colaborador autónomo”: un empleado que presta servicios a clientes finales a través de una o varias plataformas de economía colaborativa con recursos propios. Estarían afiliados al régimen de seguridad social (salud, pensiones y riesgos laborales) como independientes, cotizando mes vencido y conservando autonomía en sus horarios, y las plataformas asumirían los aportes a la ARL y el pago de seguros. La iniciativa está en trámite en la Comisión Sexta.
Yosbert suma horas, pedidos y kilómetros. Rosa y Nicole, días y calendarios en Colombia. Sobreviven el día bajo el clima bipolar de Bogotá y la mirada inquieta de Yosbert permanece ante la pantalla quebrada. Ahí está puesta su esperanza de conseguir esos 60 mil pesos que le permitirían apagar la moto y quitarse el casco, seguro de que tuvo un buen día.