Película Encanto: ‘Un hermoso Frankenstein’

‘Un hermoso Frankenstein’
Cómo tres arquitectos de una misma familia asesoraron en escenarios a la película de Disney sobre Colombia, que ya ganó un Globo de Oro y logró tres nominaciones al Óscar, incluyendo Mejor Película Animada. En Encanto, la casa es un organismo que crece y decrece, que respira.
Cuando Stefano Anzellini Fajardo viajó a Tokio, Japón, a estudiar una especialización en Ingeniería Arquitectónica, a mediados de los años noventa, conoció a Yolanda Lomeli, una colega mexicana. Varios años después, ella sería el puente para que él, su hijo Martín y su esposa, María Inés, fueran los asesores en escenarios arquitectónicos de Encanto, cinta que ya ganó un Globo de Oro como Mejor película animada y que compite por los Óscar.
Después de más de 24 meses de reuniones virtuales con un montón de muchachos, Anzelini pudo ver el primer borrador de Encanto. Se le erizó la piel y se le encharcaron los ojos. Cuenta que pudo ver cómo ese montón de “duros” plasmaron con “encanto” detalles, colores, costumbres, paisajes, materiales, saberes y sabores de la Colombia que se debe mostrar al mundo.
“Precisamente eso es lo que permite el arte, de eso se trata, de proponer; sobre todo el cine, que es el arte más mágico de todos. Se ve en la película un hermoso Frankenstein hecho de pedacitos de todas las regiones del país. Cuando nos mostraron el primer borrador donde había partes de la película ya elaboradas y partes que eran apenas bocetos a mano alzada, en blanco y negro, se me soltaron las lágrimas de la emoción”, relató en esta entrevista.
Para usted, ¿qué es Encanto?
Es una mezcla desmesurada de magia, donde no hay una demostración científica de algo. Es un producto creativo, donde el arte, que no pretende ser veraz, muestra ficción en un contexto que capta la esencia de Colombia. Se habla de la particularidad de nuestra cultura, sin ser muy tieso ni riguroso con los detalles.
Me sorprendió, porque nosotros nunca les dijimos cómo debería ser la casa, sino que les mostramos nuestra arquitectura con imágenes, ejemplos de lugares y construcciones colombianas y ellos hicieron su síntesis; un lugar con alma. Esa esquina de América que tiene unas condiciones muy especiales.
¿Por qué los eligieron?
Por nuestra experiencia en arquitectura vernácula. Es la arquitectura mal llamada ‘sin arquitectos’, porque es aquella que se hace según el sitio, con los recursos propios del lugar, esa es su impronta.
Yolanda Lomeli, una colega y amiga, es cercana a Ian Gooding, productor de diseño de Disney. En un viaje que hicimos antes de la pandemia a Santander, Boyacá y Cundinamarca, me comentó que ellos —Disney— buscaban una asesoría en arquitectura sobre Colombia. Enviamos nuestra hoja de vida, un perfil, libros y artículos.Creo que se animaron a llamarnos porque somos una oficina de socios/familia/académicos. Martín, mi hijo; María Inés, mi esposa, y yo, hemos combinado la actividad privada de diseño y construcción de proyectos con actividad académica. María Inés es profesora de La Universidad de la Salle; Martín, de La Javeriana y yo, de Los Andes.
¿Qué papel jugaron en la producción de la película?
Un día nos llamaron de Disney y nos dijeron: ustedes serán los asesores de escenarios arquitectónicos de la nueva película de Disney sobre Colombia. No nos dieron el argumento, ni mucho menos; en eso fueron bastante reservados, teníamos una cláusula de confidencialidad y apenas hace poquito les pudimos contar a nuestros amigos que estábamos en ese trabajo.
De ahí en adelante empezaron una serie de conversaciones muy fluidas y al mismo tiempo muy serias. Discutíamos temas muy precisos, pero muy informales.
¿Cómo trabajaban?
Hacíamos unas mesas de trabajo, obviamente virtuales por la pandemia, en las que nos reuníamos de 10 a 15 personas; evidentemente cada uno de ellos con un rol muy específico en la película. Nos mandaban previamente unas preguntas base para resolver durante la reunión. Así trabajamos durante el 2020 y 2021.
Era un grupo muy interesante, con mucha informalidad. Había personas muy jóvenes, también mayores, de razas muy distintas. Cada uno con su cuaderno o iPad en el que hacían anotaciones. De pronto sacaban una pregunta específica de su tema. Era un equipo trabajando en conjunto, cada uno en su parte, como armando un rompecabezas.

¿Dónde está la casa de Encanto?
Claramente en Salento; también puede estar en Montenegro, en Jardín o en Jericó. En todos los pueblos de esta zona de la colonización antioqueña que son de ladera, donde se fundaron grupos de familias que abrieron país y que generaron una cultura de mucha laboriosidad, donde el patriarca o matriarca es la cabeza visible y todo el mundo trabaja en equipo.
¿Qué sabían de Colombia?
Eran personas muy ilustradas, no estábamos enseñándoles Colombia. Conversamos bastante de las flores, tema muy fuerte en la película. Del color, de la variedad de aves. Son casas en las que cruza el aire y eso es lo que les da la magia y encanto.
Sabían bastante de Colombia, tenían referentes de Cien años de soledad, de las mariposas amarillas de Gabo, de la diversidad de aves, de la fauna y la flora, o referentes de los paisajes y las regiones.
La casa de Encanto no es el levantamiento preciso de una casa, es más bien un organismo que crece y decrece y respira, se mueve; los pisos juegan y las paredes se agrietan. Ahí hay una alegoría, creo que lo que la hace más poética, es una casa viva.
¿Hablaron de los problemas del país?
Una parte muy conmovedora de la película tiene que ver con población desplazada; de eso hablamos bastante, del desplazamiento interno. Familias que tienen que refundar su vida en otra parte porque fueron expulsadas y el papel de la mujer, tan importante.
Nuestra función no era hablar de problemas sociales ni políticos del país. Pero sí de cómo se ha construido el paisaje con estos reasentamientos de poblaciones que van abriendo la frontera y que han configurado la cultura profunda. En ella, la casa es el símbolo de que aquí llegué y estoy armando una vida más allá de mí mismo; la de las generaciones que vienen.
No hubo una pregunta sobre la violencia, se trataba de mostrarle al mundo que Colombia no es eso. Sino que es más: el café, el Caribe, su cultura diversa, la biodiversidad, el paisaje, la convivencia con lo vegetal y lo animal.
La arborización y la arquitectura son un matrimonio. ¿Con las limitantes de la virtualidad, cómo le mostraron esa biodiversidad colombiana al equipo Disney?
Hablamos de las especies principales, de la frondosidad y exuberancia de la vegetación, de los guaduales, de las barreras verdes que hacen que haya distintos ambientes de paisaje.
También conversamos mucho de que la casa tiene su patio interior, que es un espacio completamente doméstico, acompañado de un solar exterior donde puede haber animales de corral, frutales o hierbas; es como un paisaje de fondo y un paisaje de la montaña.
Discutimos sobre lo importante que esto es en una casa del Eje Cafetero, donde por ejemplo, se pone un platico con agua y con un banano para que los pájaros lleguen, piquen y tomen; para que entren a la casa, vuelen y salgan.
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Vestirse para cambiar el mundo
Vestirse para cambiar el mundo

LOS PAÑUELOS VERDES
Aborto legal para no morir
El pañuelo verde es el símbolo de los esfuerzos por el derecho al aborto legal bajo la consigna “Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir”.Nació en Argentina en un encuentro anual de mujeres que se reúnen cada año para formarse y debatir sobre asuntos que les conciernen. María Alba Zito, socióloga, docente y feminista, dice que su uso se masificó tanto en ese país luego de la aprobación de la ley que hoy lo usan personas de todas las edades que se reconocen entre sí. Durante la pandemia, los pañuelos fueron colgados en las ventanas y rejas de las casas en todo el territorio.
Se inspiró en el pañuelo blanco que usaban las Madres de la Plaza de Mayo en su búsqueda por la verdad sobre el paradero de sus hijos y nietos, desaparecidos durante la dictadura.
“Ese pañuelo va adonde voy siempre”, cuenta Zito sobre esta prenda que se ha convertido en un símbolo de la lucha feminista en América Latina.

LAS CAPUCHAS CHILENAS
“Reivindicar la rabia que una siente por dentro”
Esta es una de las razones que explican el uso de gorros que cubren completamente la cabeza y que caracterizaron a los grupos de feministas jóvenes en las calles de Santiago de Chile durante las revueltas de 2019. “La capucha es la manifestación de todas y cada una de nosotras, quienes tanto física como ideológicamente vivimos en un territorio de resistencia”, cuentan las mujeres en sus manifiestos.
El medio de comunicación Vice en español explica que el uso de capuchas, que se volvió sistemático en los años 80 por agrupaciones de izquierda enfrentadas a la dictadura, hoy es una forma de ocultar la identidad, evitar la persecución policial y aplacar el efecto de los gases lacrimógenos durante las protestas. “Queremos que nos vean, que nos escuchen”, cuentan las mujeres; por eso esta capucha, además de huecos para los ojos y la boca, tiene lentejuelas, pompones, trenzas y accesorios que cada mujer construye desde su identidad.
LOS TURBANTES Y EL PELO AFRO
Los turbantes, símbolo de identidad para las mujeres negras
Esto, luego de que durante la colonia fueron usados como elementos de opresión. Angélica Balanta, Miss Balanta, cuenta que cuando los esclavizadores notaron que las mujeres trazaban rutas de escape a través de las trenzas, las obligaron a tapar sus cabezas. El boom del pelo afro en los años 60, en Estados Unidos, empezó a transformar el significado del turbante. Hoy Miss Balanta asegura que se ha convertido en un símbolo de resistencia y lucha.
La cartagenera Cirle Tatis ha empezado a resignificar el pelo afro con su proyecto ‘Pelo bueno’. “Alisarte era un ticket para entrar a muchos escenarios. La discriminación no es por etnia, es por raza y va ligada a lo fenotípico”, cuenta a la revista Garbos.
Cirle relata que pasó de “blanquearse” a reconocerse como una mujer negra y a reivindicar la estética afro. “La moda puede ser la llave de acceso al alma y donde debe germinar la simiente de una conciencia racial crítica”.

EL ‘HOODIE’ Y EL ‘PUSSY HAT’
Las vidas de las personas negras importan
“No soy peligroso” era el mensaje de las marchas en Estados Unidos tras el asesinato de Trayvon Martin, en Florida (2012), a manos de un policía. Los manifestantes vestían buzos de capota como una manera de oponerse a la connotación de crimen que pareciera dársele al buzo o ‘hoodie’ en ese país.
El ‘hoodie’ se convirtió entonces en una prenda que representa al movimiento Black Lives Matters (Las vidas de las personas negras importan) y busca ser una voz de reclamo en una nación que aún es atravesada por el racismo.
Luego de la elección de Donald Trump como presidente, una ola de gorros rosa invadió las calles de Estados Unidos. Gorros que se conocen como ‘pussy hat’, en respuesta a las grabaciones que se difundieron durante la campaña y en las que usaba la frase “Agarrarlas por la vagina” para referirse a las mujeres. El ‘pussy hat’ se convirtió en el símbolo de la Marcha de las Mujeres.

EL JEAN LEVANTACOLA
De gustos y disgustos
“Más allá de Johana Ortiz o Tcherassi, el verdadero éxito de la moda colombiana en el mundo, la prenda nacional más importante es el jean levantacola”, publicó en su twitter @dianalunareja, la creadora de El Podcast de Moda. De acuerdo con la escritora e historiadora Vanessa Rosales, esta indumentaria también conocida como el ‘jean symbol’ es un objeto que “materializa cómo entendemos la clase en Colombia”, ya que es una prenda que, a pesar de ser un producto de exportación, se relaciona con las clases populares y se califica como de “mal gusto”.
Este pantalón ahora hará parte del mercado angloparlante, luego de la colección que lanzó la cantautora colomboestadounidense Kali Uchis. Rosales explica que la moda puede contener un sistema de ideales que legitima o no lo estético y se pregunta si tras la entrada de este objeto al mercado estadounidense, la prenda tendrá una nueva resignificación. “¿Estarán las élites dispuestas también a usar esta prenda que se ha tildado de popular?”, se pregunta.

Fuentes:
Laura Beltrán-Rubio, Facultad de Arquitectura y Diseño - Universidad de los Andes
Vanessa Rosales, escritora especializada en historia y teoría del estilo y la moda
María Alba Zito, socióloga de la Universidad de Buenos Aires (UBA)
Luz Lancheros, periodista de moda de Metro World News
¿Vivimos en una ciencia ficción?
Ciencia ficción: el ARTE de ESPECULAR
En la casa de Karen Aune no había televisión. De niña, las revistas sobre ovnis que compraba su madre y los libros de ciencia ficción de Asimov y Bradbury eran el estímulo para imaginar otros mundos. Hoy combina artes plásticas y ciencia ficción en escenarios donde hombre y tecnología se encuentran.
Vivimos, para Karen Aune, en el mundo que especuló la ciencia ficción. Teletrabajamos, como en los Supersónicos (1962), y se trasplantan los órganos que recibió Frankenstein (1818) en la novela de Mary Shelley.
¿Qué hay de ciencia ficción en nuestras vidas?
Karen Aune: El Internet, el celular, el hecho de que tengamos sistemas de inteligencia artificial que ya pueden filtrar nuestros gustos. Soy una adicta a la película Matrix (1999). La premisa de Matrix es que un gran sistema de inteligencia artificial se apodera del mundo y utiliza los humanos, la conectividad de los humanos, para que su sistema siga andando. Metafóricamente, es lo que pasa hoy. Damos a esta gran máquina toda nuestra información y nos devuelve esta adicción. Y seguimos ahí enganchados y seguimos comprando productos o interactuando. Entonces sí, fue muy profética y vivimos esto.
De niña, Karen Aune soñaba con poder congelarse y ver que pasaría en el futuro. Hoy no está muy segura de que la humanidad pueda presenciar la suerte de su planeta.
¿Qué cree que quedará en un futuro de la humanidad, de lo que nos hace humanos?
K. A.: No sé qué podría quedar, pero a mí me da mucho miedo sobre lo que no quede, porque yo veo que el ser humano es cada vez menos empático. Las relaciones humanas son muy basadas en el interés. Hay un intercambio, un microintercambio económico en todas las relaciones (económico, en un sentido metafórico). Zygmunt Bauman habla en su libro Amor líquido de este afecto, que es una transacción todo el tiempo.
El humano siempre quiere tapar el sol con el dedo. Tenemos esta cosa: nos sentimos mal, tomamos un medicamento. En lugar de alimentarnos bien o de tener un mejor estilo de vida. Eso es terrible, mejor paremos de destrozar, cambiemos el sistema económico, cambiemos la manera como estamos viviendo. Es un sistema muy agresivo. Como vamos con nuestra relación con el entorno, con el medio ambiente, puede que no existan los humanos. Algunos animales van a entrar en extinción, pero nosotros somos los más frágiles de todos. Creo que el planeta sigue, pero nosotros puede que no.
Espacios Tecnoestéticos de Ficción
Autora compiladora: Karen Aune. Ediciones Uniandes.
Artista, investigadora y profesora, reflexiona en su trabajo sobre el proceso de construcción de sus obras y cómo las herramientas transforman también al artista. Una muestra es este libro, investigación sobre el proceso creativo de su obra Lapsus Trópicus. Lo publicó durante pandemia, en 2020.
El proyecto de investigación desde la creación titulado Espacios Tecnoestéticos de Ficción, consistió en la realización de la obra Lapsus Trópicus, que fue expuesta en la Fundación El Faro del Tiempo en Bogotá en 2015 y de este libro. El proyecto fue financiado por el fondo de Apoyo a profesores Asistentes (FAPA) de la Universidad de los Andes.
Afganistán: Esa herencia cultural está en veremos
Afganistán: Esa herencia está en veremos

Con el regreso de los talibanes al poder, el enorme patrimonio cultural de Afganistán está en suspenso. Hace dos décadas los extremistas destruyeron incluso los inmensos Budas de Bamiyán. El saqueo también hace lo suyo en el territorio que pisaron Alejandro Magno, Marco Polo y los mercaderes de la Ruta de la Seda.
Los Budas
Para entrar en terreno hay que contar la historia de un monje llamado Xuanzang. Fascinado, hace 1.391 años y unos meses, se desvió 1.500 kilómetros de su peregrinación por India y llegó hasta lo que hoy es Afganistán solo para ver dos budas tallados en la roca, de 55 y 37 metros de altura. El grande, como lo relata hoy Kassia St Clair, estaba vestido con tonos marrones y, el pequeño, con el color de uno de los más fascinantes productos de exportación de Afganistán por siglos: el lapislázuli. Durante milenios encantaron al mundo: aquí, un visitante observa a la distancia en 1970 (foto 1) y luego dos afganos se sientan sobre el pie derecho del Buda más grande (Solsol) en 1997 (foto 2). Pues en 2001, por considerarlos ídolos paganos, los talibanes destruyeron este patrimonio de la humanidad (declarado por la Unesco). El hombre armado (foto 3) es, de hecho, un talibán a finales del año pasado ante la cavidad de Solsol (en 2021 los talibanes volvieron al poder). En la (foto 4), una proyección en 3D en 2015.
La Ruta de la Seda
Hablando de lapislázuli y de Bamiyán, este valle verde al frente de las montañas de los budas, donde se cultivan papa y otros alimentos (foto 5), fue un lugar de paso del camino más legendario del comercio mundial y del intercambio de culturas: la Ruta de la Seda.
Durante las últimas dos décadas, en el paréntesis del poder talibán, hubo iniciativas como Turquoise Mountain (nombre de la capital perdida de Afganistán, destruida en 1223 luego de un asedio del hijo de Genghis Khan), en cuyo instituto para las artes la mujer de la imagen trabaja en joyería tradicional afgana (foto 6). También se recuperaron allí saberes de cerámica, caligrafía o carpintería de esta región por donde cruzaban tintes como el azul ultramar, especias, cristales, joyas, minerales y, por supuesto, telas.
Lugar donde hoy, como hace mucho los monjes, familias enteras viven en cavernas en la roca (foto 7), vendedores ponen sus kioscos o mujeres de la etnia hazara (de lengua persa) viven su día a día.
Otros tesoros
Este país, donde las mujeres de manera tradicional han tenido pocas oportunidades para decidir sobre sus destinos y donde las estructuras tribales impiden verlo de manera unitaria, es una de esas esquinas donde se cruzan tiempos y eras. Con antepasados desde hace 50 mil años, aquí llegó el budismo unos tres siglos antes de la era cristiana y pasó a China y florecieron incluso el zoroastrismo, el cristianismo, el judaísmo y el hinduismo antes del islam en el siglo VII. Protagonista de imperios como el macedonio (después de arduas luchas con los clanes del territorio, Alejandro Magno quiso asegurar su dominio casándose con la princesa afgana Roxana) o el mongol (los caravasares seguro hospedaron a Marco Polo de camino a la corte de Kublai Khan) y ficha de la Unión Soviética, tiene una riqueza arqueológica y cultural incalculable. En estas imágenes, Mes Aynak (foto 8), Shahr-e Gholghola (foto 9) y el Museo Nacional de Afganistán (foto 10).


Lo que no se ve
profesora del Departamento de Historia del Arte de Los Andes.
El nombre de Afganistán, a pesar de la distancia geográfica con Colombia, resuena cada tanto entre distintas generaciones a causa del paso por las noticias internacionales: en primer lugar, con la ocupación soviética en 1979; luego, la incursión de los Estados Unidos en el 2000 como respuesta a los ataques de Al Qaeda, grupo terrorista albergado por los talibanes que dominaban Afganistán en ese entonces; y ahora. Resuena también por algunas historias paralelas: del cultivo del opio en Afganistán a la coca en Colombia; por los traumas de los conflictos internos, la violencia rural y las historias de desplazamiento masivo hacia zonas urbanas.
Lo que poco se conoce es la historia multicultural de Afganistán, su diversidad y una riqueza patrimonial constituida a través de los siglos. En su territorio confluyen tradiciones persas, un legado helenístico, el desarrollo de un fuerte mecenazgo budista y diversas expresiones del arte islámico, así como los encuentros entre culturas milenarias gracias a la Ruta de la Seda. En muchos sentidos, Afganistán fue siempre un cruce de caminos, ubicado literalmente en el “centro del mundo”, cuando Europa aún no miraba hacia Occidente.
En la actualidad, diversos grupos de personas, dentro y fuera de Afganistán, luchan por reclamar la identidad multicultural de su país. En buena medida, se han hecho visibles gracias a las redes y a las noticias recientes. Además de iniciativas como el documental sobre el complejo budista en peligro perpetuo por los variados intereses económicos que lo atraviesan, titulado Saving Mes Aynak y dirigido por Brent Huffman, ha habido campañas en redes para resaltar la riqueza del color de los vestidos tradicionales en distintas regiones.
En 2001, algunos meses antes del ataque a las Torres Gemelas, los talibanes habían derribado dos esculturas budistas colosales en Bamiyán. A los 20 años de ocurrido el suceso, la Unesco anotaba la diferencia con otras destrucciones de la cultura material: “Aunque la destrucción del patrimonio y el saqueo de artefactos ha tenido lugar desde la antigüedad, la destrucción de los dos budas de Bamiyán representó un importante punto de inflexión para la comunidad internacional. Un acto deliberado de destrucción, motivado por una ideología extremista que tenía como objetivo destruir la cultura, la identidad y la historia, la pérdida de los Budas reveló cómo la destrucción del patrimonio podría utilizarse como arma contra las poblaciones locales. Destacó los estrechos vínculos entre la protección del patrimonio y el bienestar de las personas y las comunidades. Nos recordó que defender la diversidad cultural no es un lujo, sino fundamental para construir sociedades más pacíficas”.
Con la salida de los Estados Unidos en agosto de 2021, el Museo Nacional de Afganistán en Kabul, que se había abierto nuevamente en el 2017, hizo un llamado de auxilio a sus pares internacionales, recordando cómo sus objetos han sido robados o han tenido que esconderlos para protegerlos. En síntesis, hay una gran preocupación por el futuro de este legado y por su frágil conservación.
Referencias
- Peter Frankopan, Las rutas de la seda. Una nueva historia universal. (Crítica, 2014).
- Angela María Puentes Marín, El opio de los Talibán y la coca de las FARC. Transformaciones de la relación entre actores armados y narcotráfico en Afganistán y Colombia. (Ediciones Uniandes, 2006).
- https://whc.unesco.org/en/news/2253.
Crédito fotos:
- Foto 4: Wakil Kohsar / AFP
- Foto 5: Bulent Kilic / Foto 6: AFP 2. Wakil Kohsar / Foto 7:AFP 3. Wakil Kohsar / AFP
- Foto 8: Shah Marai / Foto 9: AFP 2. Wakil Kohsar / Foto 10:AFP 3. Wakil Kohsar / AFP
Rotterdam, un cuento de Julio Paredes
Un hilo de la vida que se altera de manera profunda sin escándalos, una atmósfera que se consolida precisa, líneas que filtran melancolías…
Un cuento de Julio Paredes
autor excelso en la narrativa breve colombiana, devoto de Onetti, sumergido en los extravíos de lo que parece ficción.
Una vez entraron al puerto, la velocidad del buque se redujo considerablemente. Después de varios días de balanceos y sacudidas fuertes mientras pasaban el Canal de la Mancha, este deslizamiento suave agudizaba la sensación de extrañeza que se le había instalado entre pecho y espalda. Echado en el camarote, repasó la última conversación que sostuvo con Irene por teléfono dos días antes de que él saliera de Bogotá. Ella había encontrado ya un apartamento por el centro de Madrid, no muy lejos de la sede de la universidad. Un lugar que llevaba abandonado casi dos años y que la dueña dejó a un precio mensual muy bajo, con la condición de que lo limpiaran y arreglaran algunas cosas.
Volvió a escuchar la dulzura de esa voz con la que Irene explicaba el mundo. Pensó que no sería bueno contarle a Irene sobre el vértigo que lo apresó una noche cuando se asomaba por la borda y miraba el agua oscura del mar; aferrado a las varas metálicas, consciente de que había una frontera muy frágil entre sus pies sobre la cubierta y el salto al vacío. Vio por entre el ojo de buey la noche al otro lado, las estrellas inmóviles, y entendió que su tarea más importante era no atentar contra la belleza de Irene, dominar su impaciencia, uno y otro de los días por venir.
Le contaría, mejor, sobre la increíble luz del mar en el Caribe y que llegó apenas a tiempo a la zarpada del buque, pues el vuelo de Bogotá a Cartagena se había atrasado por la llegada del Papa. Imaginó que podría inventar una metáfora con la accidentada presencia de este segundo Papa en Colombia, pues así como traía la particular misión de bendecir una tierra desarticulada y brutal, por poco le impedía subir a este buque que lo acercaba de una vez por todas a Irene. Un Papa polaco, como el puerto final donde este mismo buque desaparecería para siempre.
En la mañana y ya en tierra, los oficiales de inmigración los separaron en dos filas. Un hombre vestido de civil le ordenó a Cárdenas con una rápida seña de la mano que recogiera el equipaje y lo siguiera hacia un cuarto. Cárdenas conocía la rutina y obedeció con calma. Se trataba de un escenario que replicaba sus dos únicas visitas a Estados Unidos. Una vez adentro el oficial apuntó, con un índice que a Cárdenas le pareció súper desarrollado, una larga mesa vacía. Obediente a esa especie de encuentro entre sordomudos, puso la maleta, el maletín y el morral par sobre la mesa y empezó a abrir las cremalleras. El hombre le señaló la pared y esperó a que se alejara.
En el mismo instante entraron dos oficiales más a la salita. Una mujer, con un kepis azul que parecía flotarle sobre el pelo recogido, de un rubio brillante, con visos dorados, y otro hombre de idéntica corpulencia a la del primero, con uniforme de policía. Esperaron a que Cárdenas terminara de vaciar el contenido de lo que formaba su equipaje. Con parsimonia excesiva cada uno de los oficiales inspeccionó las costuras del equipaje. La mujer se concentró en la maleta. Hacía la tarea con tanta seguridad y fácil destreza que Cárdenas se inquietó con la posibilidad de que al final descubriera un comportamiento secreto que hasta él mismo ignoraba.
El segundo oficial mostró la misma concentración con los libros que cargaba Cárdenas en el morral. Pasaba las hojas casi una a una, atento a cualquier papel que pudiera caer o aparecer dentro. Por un segundo, Cárdenas tuvo la sensación de que los ruidos habían desaparecido del cuarto y le subió un leve mareo que achacó al hecho de estar de nuevo en tierra. Vio que el policía se detenía un rato más largo en las páginas del ejemplar de Viaje a Samoa de Stevenson. Nada raro que también fuera un lector, pero por el movimiento silencioso de los labios imaginó que deseaba jugar con el arreglo de unas frases traducidas a un idioma incomprensible.
Entonces la mujer le pidió en español el pasaporte. Cuando lo recibió salió del cuarto. Cárdenas sabía que era ilegal sacar fotocopias del documento, pero era inútil negarse. Recordó la especie de advertencia impresa en la primera página y que aludía a la solicitud que el gobierno de su país hacía a todo tipo de autoridad para que brindaran al titular del papel las facilidades pertinentes para realizar un tránsito normal por el territorio al que llegaba. Tenía la seguridad de que, en su caso, como colombiano arribando por mar, la petición sonaría como una ingenuidad risible.
La mujer regresó después de unos minutos y, cuando le entregó el pasaporte, quiso saber por qué razón llegaba a Europa. Tenía un acento fuerte pero construía las frases de una manera excesivamente perfecta, como si repitiera las frases de una grabadora invisible y en realidad no comprendiera su significado. Cárdenas explicó sus intenciones de trabajar y estudiar en Madrid. También le preguntó si conocía alguna persona en Rotterdam. Cárdenas negó y añadió que estaba ahí solo por accidente, no pensaba quedarse más que esa noche. La mujer lo observó con curiosidad, y se echó un paso hacia atrás, como impulsada por un órgano oculto.
Hubo un largo silencio y cuando la mujer le pidió que se quitara la chaqueta, Cárdenas sospechó que la siguiente orden sería la de desvestirse. Nunca antes se había visto obligado a esa clase de strip tease. Sin embargo, la cosa no pasó de un cacheo más o menos violento. Uno de los policías imprimió un sello en el pasaporte y le comunicaron que podía irse. Acomodó con tranquilidad la ropa, pero por poco perdió la calma mientras intentaba cerrar el maletín. La cremallera no se movía del punto donde había quedado atascada. Los tres se mantuvieron impávidos, despreocupados ante los esfuerzos de Cárdenas, que había empezado a sudar rápidamente.
Decidió probar el hostal que les había recomendado uno de los marineros del San Buenaventura. Buscó un taxi y le mostró al chofer el papel con el nombre escrito. El taxista pareció comprender y sin mucha delicadeza acomodó parte del equipaje en el baúl. El hombre conducía como si odiara el oficio y afortunadamente, pensó Cárdenas, no pasaron más de diez minutos antes de que frenara ante un aviso de neón.
La pensión, con el sonoro nombre de Dunderlandsal, tenía una hermosa puerta de madera. Después de insistir unos segundos en el timbre lo recibió un individuo amable y sonriente quien, luego de hacerlo pasar y tomar los datos pertinentes, confesó, con bastante emoción, que había estado en Bogotá por la década de los años cuarenta. Para sorpresa y entretenimiento vocalizaba algunas palabras en español. Después de pagar lo de la noche y escuchar con una sonrisa una breve anécdota sobre la belleza de las colombianas, Cárdenas siguió al hombre por unas escaleras en forma de caracol que llevaban hacia una especie de bajo. Se detuvo ante una puerta y enseguida le enseñó a Cárdenas un cuarto con una diminuta ventana hacia la calle. Parecía orgulloso de indicarle las características del lugar, como la ducha amplia y limpia, la lámpara sobre la cabecera de la cama, ideal para la lectura.
Decidió echarse unos minutos en la cama. La calidez y disposición del anfitrión habían servido para reducir la inquietud de esas primeras horas. Después se preparó para salir y caminar un rato por entre las calles del famoso puerto. Mientras terminaba de vestirse observó con detenimiento la única reproducción que adornaba las paredes del cuarto. Se trataba de una escena campesina y mostraba probablemente a la familia de algún famoso noble en recorrido por los campos para reconocer la maravillosa extensión de sus propiedades o la fidelidad de sus siervos empobrecidos. El paisaje había sido tratado con una minuciosidad excesiva. Sin embargo, el rostro de los aristócratas era melancólico y Cárdenas imaginó que estaban ahí por la desagradable o inexplicable fatalidad de tener que acatar una tarea incómoda como la de acariciar la cabeza piojosa del interminable número de niños que los rodeaban o escuchar el dramático relato del destino de algún tullido. El estruendo de un tranvía, que casi rozó la ventana, lo sacó de la elaboración.
Cuando bajó de nuevo a la recepción, el dueño del hotel dibujó sobre una hoja un pequeño mapa que le indicaba un fácil recorrido para llegar hasta la plaza central donde, según sus palabras, estaba la “vida de Rotterdam”. En la puerta, lo tomó con fuerza del brazo y, adoptando un tono teatral, le aseguró que esa era una ciudad peligrosa.
Cárdenas agradeció la advertencia y le recordó a uno de esos actores secundarios de las películas de terror, que siempre previenen al incauto protagonista sobre los peligros que se avecinan si no desiste en su empeño de adentrarse en las regiones tenebrosas. Según el pequeño plano la plaza se encontraba hacia el costado derecho de la puerta principal de la estación central de buses, a la que llegó después de caminar un par de cuadras.
En la plaza había bastante movimiento a pesar de la hora. Se sentó, como otros turistas, sobre la base del monumento ecuestre que se levantaba en el centro y se entretuvo con un grupo callejero de rock. Después de un rato sintió hambre y buscó un puesto de comida. Intuyó que si en ese momento alguien lo observara podría identificar sus esfuerzos por esconder su condición de nuevo extranjero en una ciudad extraña, adjudicándole la desprotección propia de todos los que se encuentran alejados de su hogar.
Tuvo una confusa relación de los últimos días en Bogotá. La lenta distribución de sus pertenencias en la casa de su mamá, donde aún vivían sus dos hermanos menores. Sabía que viajaba hacia una estadía de mínimo cinco años y, probablemente, Madrid se convertiría en la ciudad donde se quedaría a vivir. Terminó el sándwich y salió de la plaza.
Supuso que empezaba a caminar por la parte vieja de la ciudad. Se entretuvo con algunas vitrinas y trató de pensar en un posible regalo para Irene. Las construcciones eran altas y angostas y pensó que parecían concebidas por un arquitecto obsesionado con las florituras del pastillaje. Descubrió que seguía un prolongado zigzag. Sospechó que en un momento se encontraría de nuevo en la plaza, como había escuchado que les sucedía a los extraviados en el desierto que al pisar con mayor fuerza sobre uno de los pies quedaban sometidos a un círculo que los devolvía al punto inicial. El aire era fresco, con un viento apenas cálido.
Miró el reloj y calculó que a esa hora empezaba la tarde en Colombia. Entonces un desmesurado golpe le hizo perder el equilibrio. Enseguida una avalancha lo lanzó contra la pared y un intenso tufo le cayó en la cara, una mezcla improbable de adivinar. Casi en el mismo segundo la punta de una navaja le pinchaba el cuello.
No vio los rasgos del otro que de inmediato empezó a buscar con afán entre sus bolsillos, mientras mascullaba términos ininteligibles, como si revolviera el contenido de un cajón donde escondiera un documento precioso. Cárdenas entendió la escena como parte de otro cacheo por su condición de inmigrante molesto, indeseado. Entre el aturdimiento recordó que llevaba un poco más de doscientos dólares. Cuando por fin el tipo tuvo los billetes en la mano se separó con cautela y, bajo la luz, entró en una pasajera ausencia al tiempo que la navaja se le caía de la mano. Cárdenas no comprendió lo que sucedía, pero respondiendo a un ignorado impulso lanzó un fuerte manotazo sobre el oído izquierdo del otro. El hombre se tambaleó y no hizo nada por defenderse. Cárdenas tiró otro golpe, esta vez buscando la altura de la nariz, y se abalanzó sobre el cuerpo, estrellándolo contra el tronco del árbol, que había servido de sombra inesperada para la silenciosa pelea. Cárdenas escuchó un chasquido, como una rama seca partiéndose en el fuego. El otro soltó un débil quejido y se escurrió en el piso.
Cárdenas se mantuvo un rato al lado del cuerpo. Perplejo, no supo si la violencia del golpe había sido excesiva. Estuvo atento a cualquier movimiento, pero la calle estaba totalmente desierta, semejante a un ambiente cerrado. Observó el bulto que formaba el cuerpo en la oscuridad y no supo por qué la escena le recordó la actitud ceremoniosa que adoptan los felinos una vez acaban de volcarse sobre su presa. Sabía que tenía que alejarse lo más pronto posible del lugar, pero los golpes que le aturdían los oídos mantuvieron sus miembros congelados. Con la punta del pie tocó uno de los muslos del tipo y se sintió desamparado. Era imposible que el hombre estuviera muerto, pensó, y las sacudidas del corazón continuaron con una persistencia rabiosa, como si dentro de su pecho se llevara a cabo la desaforada reacción química de elementos incompatibles.
Cuando pudo reaccionar se acercó al cuerpo y arrancó los billetes de la mano cerrada. Cruzó al otro lado de la calle y aceleró el paso. No sabía si la dirección que tomaba, y en la que de nuevo repetía la zeta anterior, lo alejaba o no de la ubicación del hostal, el único lugar que en ese momento le parecía seguro.
Caminó despacio, concentrado en los golpes de sus pasos sobre el pavimento, aliviado por las luces al final de la calle. Tomó hacia la luz de un semáforo, cruzó una avenida y se dirigió a un bar llamado Andalucía. Supuso que en la coincidencia del nombre existía una salvación, una entrada sin peligros a su futuro cercano con Irene. El sitio estaba casi vacío. Dos hombres conversaban con el barman. Ninguno se interesó por su llegada. Se acomodó en la barra y pidió una cerveza. A su derecha un tercer hombre introducía monedas en una máquina que semejaba el tablero de una ruleta y que de vez en cuando reproducía los acordes de La cucaracha. Un pequeño zaguán conducía hacia el sector de los baños y el restaurante, de donde llegaban voces de mujeres. Bebió un par de sorbos largos y la frescura del líquido dilató su garganta. Se sorprendió con el hecho de que durante el tiempo del atraco y su huida no emitiera siquiera un quejido. Por un segundo, dudó de lo que había sucedido y esa reacción le recordó la hora que había estado encerrado con los tres policías mientras lo obligaban a la silenciosa y lastimosa justificación de su inocencia ante un posible delito. Los sonidos de una sirena lo sobresaltaron y durante un rato fijó la mirada en la puerta de entrada, con el convencimiento de que ya alguien había empezado a buscarlo. Bebió otro trago de cerveza y se levantó para ir al baño.
En el espejo descubrió una pequeña marca en el cuello y algunas gotas de sangre sobre la camisa. En una hipotética detención, podía alegar que había sufrido una hemorragia nasal. Utilizó bastante jabón para lavarse las manos y se las frotó con fuerza bajo el chorro de agua. Se refrescó la cara y se enjuagó la boca. Estiró los brazos hacia adelante y comprobó que el temblor en las manos era todavía perceptible. Sacudió las piernas con vigor y movió el cuello en círculos. Orinó con un poco de dificultad y se echó el pelo para atrás.
Regresó al sitio de la barra y ordenó otra cerveza. Observó las fotos que adornaban el lugar. Había paisajes con colinas sembradas de olivos, imágenes de la Fiesta del Rocío y afiches de toreros. Buscó el papel con el mapa y lo puso en la barra. No encontró ninguna ruta de escapatoria. Miró hacia donde estaba la pareja que hablaba con el barman. En ese instante, uno de los tipos contaba una anécdota o un chiste y acompañaba las frases, cortas y en una misma entonación, con rápidos sorbos de un trago blanco servido en un vaso alto y con abundante hielo. Cárdenas intentó seguir la historia, pero hablaban en un español cerrado, incomprensible.
El que hablaba murmuró algo y acabó de un trago lo que quedaba en el vaso. Hubo un silencio, apenas interrumpido por la máquina y el ruido de las monedas. De repente el barman empezó a reírse, con breves carcajadas que terminaron por contagiar a los otros dos. Poco a poco las risas se hicieron más esporádicas como si el recuerdo de la anécdota empezara a diluirse en la cabeza de todos. Cárdenas comprendió que debía actuar y regresar lo antes posible al hostal. El barman le indicó cómo llegar hasta la estación de buses. Se despidió con amabilidad y dejó una propina que sin duda sería excesiva.
Cuando entró, supuso que la luz al final del corredor pertenecía a la habitación del propietario. Midió con cautela la presión con la que pisaba los escalones mientras bajaba por la escalera. Abrió la puerta del cuarto con un impulso rápido para evitar el ruido y en la oscuridad se tendió en la cama. Se desabrochó la camisa; se quitó el pantalón y se mantuvo inmóvil. Como varias noches en el buque, buscaría un método que lo condujera hacia el sueño. Volvió a parecerle ridícula la idea de ser un homicida; pero lo que en realidad le pareció incomprensible era el hecho de que nada se hubiera transformado, que la presencia de la muerte no generara un estremecimiento general alrededor, en todas las calles de su recorrido, hasta alcanzarlo a él en ese cuarto.
Se abrazó a la almohada y mordió la espuma con fuerza. No sospechaba la magnitud que podía adquirir el verdadero miedo. Observó la oscuridad por entre la ventana. Sintió sobre la mejilla la saliva dejada en la funda y supo que debía permanecer despierto, atento al desarrollo de la noche, consciente de que la llegada de la claridad sería la prueba de su salvación, el anuncio de que había sobrevivido y pasaba sin vértigo a la nueva orilla firme y segura donde lo aguardaba Irene.
Agradecimientos: Este texto pertenece al volumen Relatos impares, editado por la Editorial Eafit en agosto de 2017. Lo reproducimos con su autorización
Los Caminos Literarios de Julio Paredes y las Líneas de la Mano de su Obra según Hugo Chaparro Valderrama. Texto ideal para adentrarse en el autor colombiano.
Gaviria y Savater: Pérdida, amor y memoria
Pérdida, amor y memoria
El filósofo y escritor Fernando Savater charló con el rector de Los Andes, Alejandro Gaviria, en la edición 2021 del Hay Festival, en medio de la pandemia. Tuvieron como eje del diálogo La peor parte, el más reciente libro del español. Fragmentos de la conversación.
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La peor parte, del escritor español Fernando Savater, es un libro sobre el tormento por la muerte de su esposa, Sara. “Es sobre la naturaleza paradójica del amor. Mientras más amamos más doloroso es el desprendimiento, es como si la vida o el universo quisieran cobrarnos las dichas. Las presencias más entrañables serán siempre las ausencias más dolorosas. Es también un libro sobre la vida y la muerte”, describe el también escritor, exministro de Salud y actual rector de la Universidad de los Andes, Alejandro Gaviria.
Savater es autor de más de cincuenta títulos que abarcan ensayo político y literario, narrativa y teatro, como Ética para Amador y Política para Amador. Es también doctor honoris causa de distintas universidades en Europa y Latinoamérica y ha ganado prestigiosos galardones como el Ortega y Gasset o el Premio Planeta. Gaviria, por su parte, es doctor en Economía de la Universidad de California, ha publicado ocho libros, entre los que se destacan Hoy es siempre todavía y Otro fin del mundo es posible, y ha ganado diferentes premios, entre estos, el Simón Bolívar de Periodismo.
Alejandro Gaviria: ¿Cómo va todo en medio de la pandemia? Dijiste hace poco que uno comienza a obsesionarse. Yo estoy obsesionado con que esto nos va a dejar marcados por mucho tiempo.
Fernando Savater: Pasé otra pandemia, ¿sabías? Cuando era pequeño, en el año 57, tenía 10 u 11 años, hubo otra pandemia en Europa y creo que fuera de ella también. La llamaron la ‘gripe asiática’, o sea que, evidentemente, venía del mismo sitio. Recuerdo, vagamente, la preocupación de mis padres. Estuvimos un par de días sin ir al colegio, pero salimos de ello. Duró año y pico. Hoy hay gente de mi edad que ni se acuerda de aquello. Fue algo tan traumático y 60 años después nadie se acuerda. Quizás eso sea bueno. A lo mejor dentro de 50 años tendremos que explicarlo: “Que sí, que fue verdad, que estuvimos con mascarilla y confinados”. No sé, a lo mejor se ha olvidado dentro de medio siglo y se han olvidado de nosotros.
AG: Hablemos de la primera parte de tu libro y de una especie de paradoja, me parece muy interesante tu predilección por los grandes pesimistas, por Schopenhauer, Lovecraft, etc. Comparto esa predilección, pero, al mismo tiempo, tu optimismo casi irredento. Has dicho: “Mientras dure la vida no hay que dar por perdida esta aventura”, que me recuerda a Borges, quien dijo alguna vez: “El mero hecho de ser es tan prodigioso que ninguna desventura debe eximirnos de una suerte de gratitud cósmica”. ¿Cómo es esa vaina de alimentarse de pesimismo, pero al mismo tiempo irradiar optimismo vital?
FS: Todo el mundo me ha considerado siempre muy optimista y yo, la verdad, siempre me he tenido como un pesimista activo. Soy pesimista precisamente por eso, porque no creo que nadie vaya a venir de fuera a salvarnos, que vaya a haber algún evento sobrenatural que nos redima. Por eso creo que tenemos que actuar, porque verdaderamente todo depende de lo que hagamos nosotros. Sí, he luchado y he sido activo, pero no por optimismo sino por pesimismo. Si uno no nada, la corriente lo arrastra.
AG: Me parece que hay ciertas rutinas en el corazón humano que se repiten, que el contexto puede ser distinto, pero hay muchas afinidades y, de alguna manera, los libros que narran la tristeza y el dolor pueden ser para quien los lee una forma de lidiar con el duelo. Alguien me mencionó tu libro y dijo: “Me sirvió mucho para entender la muerte de mi esposo”. Dices que reconciliarse con el destino propio es una hazaña. Contarlo tal vez sea ayudarles a los otros. De esa manera, es una doble hazaña. Encuentro en el libro no una rabia existencial, sino cierta resignación melancólica, casi festiva, una celebración de la vida.
FS: En realidad, no trata de mi dolor, de la pérdida, de la ausencia, de mis penas. Puedo ser más o menos vanidoso, pero no tan ingenuo como para creer que la gente está preocupada por si estoy alegre o triste. No. El libro es una celebración de Sara. De alguna manera, lo que quería era que no pasara al olvido. Yo podía hacer que la recordaran, dar detalles de su vida, de cómo era, de cómo la sentí. Quizás para que otras personas también la echasen de menos y se enamoraran un poco de ella. No trata de mi dolor sino de su vida, de su lucha y de su fuerza. Ahora, lógicamente, parte de mi dolor. Yo no habría escrito ese libro si ella no se hubiera muerto. Habla precisamente de la recuperación por medio de la memoria.
AG: Tú describes las luchas políticas compartidas —Sara no solamente fue tu compañera de vida sino también compañera de lucha— contra ese nacionalismo destructor. Infortunadamente, me parece que ese nacionalismo parece ahora más vivo que nunca. Incluso ahora tenemos nacionalismo de vacunas. ¿Eres optimista sobre este tema? ¿Esos nacionalismos exacerbados dónde van a terminar? ¿Estamos entrando en una etapa de esas de locura? ¿Debemos, como Montaigne, escondernos un poco mientras la humanidad recobra la razón?
FS: Los nacionalismos, los racismos, desgraciadamente, son una parte oscura pero permanente de la vida porque dependen de lo mejor que tenemos que es nuestro instinto social. El nacionalismo y el racismo, que es el colmo de la exclusión del otro, brotan precisamente de lo mejor de nuestro deseo de unidad social, de nuestro deseo de semejanza con los otros. Tenemos tanto deseo de asemejarnos a los otros que no toleramos a los que no se asemejan del todo, creamos inmediatamente barreras infranqueables con los que difieren de nosotros. Cuando uno ha viajado mucho en la vida o ha vivido mucho, lo que sorprende no es lo diferentes que son los pueblos y las personas, sino lo mucho que se parecen. Mucha gente se empeña siempre en decirte: “Al viajar ves la diversidad del mundo”, pero esa diversidad del mundo es de cosas superficiales. Y es muy agradable. A mí me encanta ir a Bogotá y tomar ajiaco. Es una cosa que no encuentro nunca en San Sebastián, esa variedad de cosas es excelente.
“Soy pesimista porque no creo que nadie vaya a venir de fuera a salvarnos, que vaya a haber algún evento sobrenatural que nos redima. Tenemos que actuar, porque verdaderamente todo depende de lo que hagamos nosotros. Sí, he luchado y he sido activo, pero no por optimismo sino por pesimismo. Si uno no nada, la corriente lo arrastra”.
Ahora, en los problemas esenciales, los seres humanos como tales, sus afectos, sus miedos, son iguales en todas partes. Ese es uno de los problemas, de los grandes errores que ha tenido la época moderna, esa insistencia en la diversidad de lo humano. Lo importante es la semejanza, lo parecidos que somos, es comprender los dolores de los demás, las necesidades de los otros porque son como nosotros. La forma de afrontar, por ejemplo, una epidemia universal en su momento, es darnos cuenta de que todos somos parecidos, nos contagiamos todos, los virus nos pasan de uno a otro. Los virus van y vienen, nos atacan a todos y sabemos que lo perfecto sería que entre todos lográramos una vacuna, un medio para curar.
“Los nacionalismos son un egoísmo colectivo y en el momento en el que hay una razón para ese egoísmo como, por ejemplo, las vacunas, el miedo, la muerte y el deseo de salvarnos, es como el legado del cuadro de Géricault”, afirma Fernando Savater.
AG: Hay una frase de Borges que dice: “Todos somos voces de la misma penuria” que describe en mi opinión eso que tú quieres enfatizar. Todos estamos sufriendo la pandemia. Pero el tribalismo hace parte también de eso que nos define como especie, entonces resulta difícil a veces insistir en que todos somos iguales, que somos una comunidad global. ¿Tienes más preocupaciones por el nacionalismo ahora que hace un tiempo? ¿Crees que es el mismo problema de siempre?
FS: Los nacionalismos son, en el fondo, egoísmos colectivos. El momento en el que hay unas vacunas y, a lo mejor, alguien piensa que no va a haber para todos, entonces, indirectamente, surge la coartada nacionalista para quedarse con las vacunas y no dárselas a los demás. Ahí se buscan siempre razones patrióticas, históricas. Esto se está viendo sobre todo en los grandes países, que pueden defender lo suyo mejor que otros. Y no solamente se quedan con lo suyo; si pueden, les quitan a los de al lado. Algunos creen que el mundo es como La balsa de la medusa de Géricault (ver foto), en la que hay que subirse, los demás se van ahogando y se los comen los tiburones alrededor, pero nosotros nos salvamos. Y la verdad es que no es así. Cada vez más nos damos cuenta de que la humanidad o se salva junta o perece junta.

AG: Quiero entrar a uno de los asuntos más duros del libro, uno de los que más me llamó la atención, porque de alguna manera coincide con mi experiencia vital y es una visita que haces a la oficina del médico que jugó un papel importante en la enfermedad. Él te miente piadosamente y dices en el libro que no lo has perdonado plenamente, que todavía le guardas un poco de rencor. Quiero compartir un poco mi experiencia como paciente de cáncer y como ministro de Salud. Leí alguna vez que el 40 % de los oncólogos reconocen dar medicamentos que no van a servir para nada a sus pacientes, porque no son capaces de tener la conversación con ellos o con sus familias. Hay una tiranía de la esperanza imposible de vencer. Quizás el doctor es solo culpable de una cosa, de no reconocer plenamente sus poderes limitados, exiguos. No te quiero hacer una pregunta sino una invitación a perdonarlo y a perdonarlo, tal vez, completamente.
FS: Por una parte, tengo un cierto remordimiento por guardar rencor a las personas que, evidentemente, me ayudaron. A los médicos que me querían ayudar frente a una enfermedad que no pueden curar. Pienso que si, a lo mejor, el primer día me hubieran dicho: “Mira, no hay nada que hacer”, pues eso me iba a destrozar todavía más. Mejor las falsas esperanzas, es verdad. Me gusta esa expresión que usas de la “tiranía de la esperanza”, porque lo es, pero también es como una especie de promesa de salvación que uno mantiene viva, es la que te hace vivir, te hace levantarte por las mañanas, cuando, en el fondo, sabes que esa esperanza no está sujeta a nada. Siempre hay la posibilidad de lo inesperado y uno se aferra. Ahora guardo una especie de rencor, primero, porque fracasaron y, luego, porque no me dijeron que el fracaso era inevitable. Comprendo que es irracional, estoy culpando a personas que no tienen la culpa de lo que ocurrió, pero, sin embargo, ahí ha estado y no podemos remediarlo.
AG: Voy a leer algo que David Rieff, el hijo de Susan Sontag, escribió en un libro sobre el cáncer de su madre, para poner de presente que eso que viviste tal vez lo viven casi todos los pacientes de cáncer. Lo dice de esta manera patética pero interesante: “Todos saben que el paciente va a morir, pero pretenden que hay esperanza. Siguen estrictamente los rituales, pues consideran que esos son los deseos del paciente. Mientras tanto, el paciente observa al médico, quien ofrece una nueva alternativa de tratamiento y piensa, para sí mismo, que si el médico pensara que no va a funcionar no se lo ofrecería. Pero lo que el médico no dice es que las probabilidades son mínimas y que solo está respondiendo a las necesidades del paciente por esperanza. Es surrealista. Es una especie de negociación implícita con la esperanza”.
“Evidentemente, hoy, el asunto es el encarnizamiento por intentar mantener a toda costa el funcionamiento de algunas variables vitales que no son la vida. Dicen: “Mantener la vida”. No, mantener la vida es otra cosa. Todos sabemos lo que es la vida y no es que el corazón esté latiendo, que todavía se bombee por medio de unos sistemas técnicos o por una respiración asistida. Eso no es la vida”.
FS: Él cuenta hasta qué punto ella se agarró, hasta el final, a cualquier posibilidad de curación. Cuando, en el fondo, era una mujer muy inteligente y conocía lo suficiente su caso como para saber que no había curación posible. Sin embargo, se agarró, aceptando incluso cualquier encarnizamiento médico para salvarse. Esas son las complejidades de nuestro corazón. Los que hemos estado junto a una persona adorada muriendo y nos destroza su agonía, vivimos un momento cuando tenemos una lucha entre el deseo porque todo acabe de una vez y, por otro lado, que no acabe, que siga, aunque sea doloroso, aunque siga quejándose y sufriendo, pero uno no quiere perderla. Esas son las cosas que le dan su drama a la vida.
“Cada vez más nos damos cuenta de que la humanidad o se salva junta o perece junta”.
AG: Hay otro libro que quisiera traer a cuento y es Mortalidad de Christopher Hitchens. Yo creía que él iba a morir tranquilamente, aceptando su destino inexorable, pero no, también se sometió a todas las indignidades de lo que él llama tumorlandia.
FS: En lo de Hitchens hay una diferencia, porque él habla de su enfermedad. Eso es otra cosa, porque puedes, efectivamente, desde tu enfermedad, juzgar si quieres que te den esperanzas o prefieres la verdad a toda costa. Pero es diferente cuando estás viendo sufrir a otra persona con la que has vivido muchos años. Yo no soportaba verle una lágrima, aunque fuera por una trivialidad, me descomponía todo el día. El dolor de ver sufrir a quien tú quieres más que a ti mismo, ahí es cuando uno se aferra a cualquier cosa, a cualquier absurdo, a cualquier remedio imaginario.
AG: Hay un tema que me quedé esperando en el libro y no está: la buena muerte o la eutanasia. Aquí en Colombia estuve en esos debates que son también importantes en buena parte del mundo ¿Qué opinas?
FS: Soy partidario del suicidio asistido. Creo que las personas tenemos derecho a decir cuándo queremos vivir y cuándo no. Desde los griegos, los romanos, está la tradición de que uno vive mientras cree que la vida está mereciendo la pena y luego debe tener la posibilidad de abandonarla. Marco Aurelio decía que cuando uno ya no aguanta en la vida debería salir. Evidentemente, hoy, el asunto es el encarnizamiento por intentar mantener a toda costa el funcionamiento de algunas variables vitales que no son la vida. Dicen: “Mantener la vida”. No, mantener la vida es otra cosa. Todos sabemos lo que es la vida y no es que el corazón esté latiendo, que todavía se bombee por medio de unos sistemas técnicos o por una respiración asistida. Eso no es la vida. El problema es cuando tenemos que decidir sobre la vida de otro, cuando un ser querido está sufriendo de una manera terrible y yo sé que hay un medio de acabar con este sufrimiento, sin posibilidades de curación. A lo mejor el verdadero acto de amor es aceptar el dolor de ser tú quien diga: “Sí, hay que cortar este sufrimiento”. Es uno de los problemas morales, como ocurre con el aborto o con otros temas que me alegra que moralmente despierten problemas en la gente. Me parece importante que veamos que la vida tiene problemas morales aunque haya leyes que ya digan lo que hay que hacer.
AG: Claramente este es un problema moral que no tiene solución, pero también tenemos que aceptar que la tecnología se incrustó en esta última parte de la vida y que la obstinación terapéutica es un problema. El 80 % de las personas dicen querer morir en sus casas y solamente 20 % o 30 % lo logran. Acá una reflexión interesante que hace un médico y bioeticista colombiano: “Se nos ha expropiado la vida hasta el último suspiro. Hasta hace poco la muerte se consideraba algo natural e inevitable que requería preparación individual, familiar y social, incluso, había manuales para guiar este proceso, pero cuando se descubrieron la penicilina y otras tecnologías curativas, la humanidad tuvo clara su capacidad para hacerle frente a la muerte a gran escala. Este éxito de vencer las causas prematuras de la muerte nos hizo creer que se podía hacer lo mismo con todas las enfermedades mortales. Los médicos se creyeron, entonces, con la autoridad y la responsabilidad para lograrlo”. Esa lucha inútil, tal vez, contra la muerte, le está haciendo daño a la humanidad y hemos olvidado un poco cómo morir o cómo morir de la mejor manera.
FS: Siempre han existido diversas formas de tratar a la muerte, como por ejemplo Montaigne, que es uno de los espíritus más modernos que vinieron antes que nosotros. En la época de Montaigne, la gente moría rodeada de sus deudos, de su familia, hasta de gente que subía de la calle y se ponía a llorar en las escaleras porque estaba muriendo un fulano. La muerte era un hecho colectivo. En cambio había otros que no querían eso. Montaigne, por ejemplo, decía querer irse lejos para morir rodeado de personas que no lo hubieran visto vivo, extraños. Le parecía intolerable que las personas vieran su rostro muerto y ya no se les olvidara y lo recordaran como muerto y no como vivo.
AG: Coincidencialmente Montaigne también vivió la peste, vivió una epidemia.
FS: Lo habían nombrado alcalde de Burdeos y escapó de la Alcaldía.
“Cuando uno ha viajado mucho en la vida o ha vivido mucho, lo que sorprende no es lo diferentes que son los pueblos y las personas, sino lo mucho que se parecen”.
AG: Hay un último momento, tal vez el que me arrancó una lágrima, es en Baltimore, y está Sara muy enferma. Ustedes están caminando, entran a un cine, no hay nadie, son los únicos espectadores y hay un momento donde ustedes tienen esa última sonrisa.
FS: Allí en Baltimore, en el muelle donde paseábamos juntos, despacito, en el día que hacía el sol, para que ella se moviera un poco, había un local de estos donde exhiben diversos récords Guinness: el hombre más alto, el más gordo, cosas de estas. Entonces, un día le dije: “Vamos a entrar”. Al final, había una sala de cine. No había nadie más. Nos metimos los dos y esperábamos una película documental, pero era una sala donde ponen películas en tres dimensiones. La butaca se movía, se agitaba, unos ratoncitos corrían y se escondían entre las cosas, era una especie de juego, un cine interactivo. Cuando empezó esto, a pesar de la situación, nos reímos. Por última vez como que me encontré feliz con ella y era porque ella estaba feliz. Ese es uno de los buenos recuerdos que guardo como un tesoro de aquella época tan terrible.
Un cambio auspicioso
Un cambio auspicioso
Quisiera empezar este editorial, un editorial que marca un cambio de énfasis, ya lo veremos, con una suerte de declaración de principios, con una visión de la responsabilidad de la Universidad de los Andes (y las universidades en general) en estos tiempos difíciles. Las universidades debemos conectarnos más. Involucrarnos más en el debate público. Ampliar nuestras audiencias. Convertir la apropiación social del conocimiento en un objetivo preponderante. El conocimiento que no se comunica simplemente no existe.
Esta idea, este énfasis en la divulgación y la apertura intelectual, ha acompañado algunos esfuerzos editoriales de la Universidad de los Andes a lo largo de su historia. Cabría citar la Revista de la Universidad de los Andes fundada en 1958. El Correo de los Andes que dirigió Germán Arciniegas con gran éxito entre 1979 y 1989, que llevó lo mejor de la cultura a un público no especializado, ávido de reflexiones e historias. También están la revista Razón y Fábula fundada por Andrés Holguín en 1967 y la revista Texto y Contexto fundada en 1984.

Nota Uniandina nació con el siglo. El primer número se publicó en el 2000, aunque hubo una edición especial en 1998. Surgió con un propósito un poco más modesto, como un medio de comunicación interna.
Pretendía que los profesores conocieran el trabajo de sus colegas. Algo que no ocurre espontáneamente en medio de las murallas disciplinares (invisibles pero fructíferas) que casi definen la academia moderna. Este objetivo inicial fue ampliándose con el tiempo, la audiencia se expandió. Actualmente la revista está enfocada sobre todo en los egresados de la Universidad. Usa un lenguaje no especializado. Pretende, como decíamos arriba, conectar a la academia con una audiencia distinta.
Esta es la edición n.º 58 de la Nota Uniandina. Si se suman tres números especiales, 50 años de la Universidad y homenajes a Mario Laserna y a Francisco Pizano, han sido 61 ediciones publicadas en algo más de dos décadas. La 56 y la 57 fueron virtuales por cuenta de la pandemia (y sus inclemencias). Este ejemplar tiene como tema principal el cambio climático, el problema central de estos tiempos y un asunto que la Universidad de los Andes ha querido priorizar en todas sus dimensiones, la científica, la ética, la cultural y la socioeconómica.
Esta es la última edición de la Nota Uniandina. Queremos hacer un cambio de énfasis. Embarcarnos en un proyecto similar, con los mismos propósitos, la misma idea de la centralidad de la divulgación, pero más ambicioso, que trascienda nuestra comunidad, que vaya más allá de nuestro deber con los egresados y llegue a todo el país, a todos los interesados en la cultura, en el mundo de las ideas, en la forma como el conocimiento, poco a poco, pero de forma inexorable, transforma nuestras sociedades.
Esta es la última edición de la Nota Uniandina. Queremos embarcarnos en un proyecto con los mismos propósitos, la misma idea de la centralidad de la divulgación, pero más ambicioso, que llegue a todo el país, a todos los interesados en la cultura, en el mundo de las ideas, en la forma como el conocimiento, poco a poco, pero de forma inexorable, transforma nuestras sociedades.
Queremos una revista que nos permita conectarnos más, contar lo que hacemos y contar también lo que hacen otros. Una revista que no se circunscriba a la comunicación institucional. La Nota Uniandina se trasformará, desde la próxima edición, en la nueva revista Puntos. La nueva revista está inscrita en una tradición, pero quiere innovar, adaptarse a las circunstancias y demandas de los nuevos tiempos.
Puntos, pues queremos conectar diferentes temas y disciplinas. Puntos, pues habrá un énfasis en la pertinencia, en los puntos de debates, en los asuntos del momento. Puntos, además, en el sentido de la pluralidad, de la presentación de diferentes puntos de vista, diferentes visiones del cambio social, diferentes enfoques y diferentes voces. Puntos finalmente, en plural, como puntos suspensivos, pues somos conscientes de que esta es una historia que continúa, que viene de atrás, que tiene unos antecedentes y tendrá, con el tiempo, en otro momento y otras circunstancias, otra publicación que la suceda. Los poetas han enfatizado, de muchas maneras, que el universo está contenido en un punto, que toda la complejidad se condensa en un espacio minúsculo. El nombre quiere aludir también a esa idea esencial.
Quiero darles las gracias a todos los que trabajaron en la Nota Uniandina. Más que un final, este es un comienzo. Un cambio que quiero pensar como auspicioso.

Muchos colores para explicar el mundo
Muchos colores para explicar el mundo
Claudia Leal, doctora en Geografía e investigadora en Historia Ambiental, invita a mirar los fenómenos de nuestro pasado y presente reconociendo su profunda relación con lo que consideramos natural, para así descubrir un panorama más complejo y colorido.
Los libros que escribe y edita Claudia Leal son una mezcla de elementos de la geografía y la historia que, sumados, aportan una visión amplia de cómo el paisaje y sus transformaciones han ayudado a darle forma al acontecer de Colombia y de Latinoamérica y el Caribe.
Ese enfoque resulta de pensar la historia como “una construcción a dos manos”, en la que no se puede disociar lo natural de lo humano para explicar la realidad política, social y económica. De ese entendimiento surge la Historia Ambiental, que no se limita a estudiar los ambientes naturales, sino también el devenir de la gente. La profesora Leal ha cultivado esta rama del saber y ha dejado una impronta como autora, editora o coeditora de tres publicaciones recientes con sello de Uniandes.
Aunque fueron escritos por distintas personas y sobre temas muy variados, los tres libros tienen un hilo común: incluyen ríos, suelos y bosques en la historia. En ellos descubrimos el tipo de sociedad que le dio sentido a la libertad tras la abolición de la esclavitud en el Pacífico colombiano, aquellos elementos que distinguen el pasado ambiental del subcontinente, además de historias bogotanas en las que los cerros, los humedales, los ríos y la basura son centrales. Los múltiples autores pretenden hacernos notar que vivimos en una casa común y que cuanto más apreciemos los colores de sus paredes, sus enseres y su entorno, más rica será nuestra experiencia y comprensión.
Paisajes de libertad. El Pacífico colombiano después de la esclavitud tiene su semilla en la tesis de doctorado de Claudia Leal en la Universidad de California en Berkeley. Su versión en inglés ganó el premio Michael Jiménez, en 2019, otorgado por la sección Colombia de la Latin American Studies Association (LASA) al mejor libro sobre historia de Colombia publicado en los dos años precedentes. En español salió en agosto de 2020 y hace parte de las publicaciones de la celebración de los 40 años de Ediciones Uniandes.
Con la minuciosidad de la academia y la sencillez de la prosa del cronista reconstruye cómo la gente negra del Pacífico forjó una libertad singular. Esa particularidad está ligada a su acceso al oro y el platino del subsuelo; a la tagua y el caucho de los bosques; en fin, al control territorial. Tal conjunto dotó a esa población de un alto grado de autonomía, porque al poder extraer y vender productos naturales no estaba obligada a trabajar al servicio de sus antiguos amos, como sí sucedió con la gente negra en lugares donde había plantaciones como Cuba y Brasil.

El libro desarrolla dos conceptos para entender la experiencia de la libertad: economía extractiva (referida a la mercantilización de productos extraídos de la naturaleza como base de una economía) y paisajes racializados, que utiliza para designar la transformación física de la región lograda por la gente negra, que fue poco reconocida dada la ideología racial imperante en la época.
Fragmentos de historia ambiental colombiana salió a la luz en 2020 y también es parte de las publicaciones que celebran los 40 años de Ediciones Uniandes. La profesora Leal es la editora académica de 11 artículos de historiadores y geógrafos, egresados de los programas de pregrado, maestría y doctorado del Departamento de Historia y Geografía de Los Andes. Los autores desentrañan la forma en que la naturaleza hace parte de nuestro devenir, centrados en tres grandes temas.
El primero, bosques, muestra cómo la deforestación que tanto nos preocupa se remonta, en ciertos lugares como el César y La Guajira, al siglo XVIII. La sección también indica que los bosques no solo entran en la historia cuando desaparecen; así lo evidencian los usos cambiantes de los manglares del Chocó y la historia profunda y violenta de las selvas del Chiribiquete. El segundo gran tema devela algunos de los costos ambientales de la modernización agrícola, como son la escasez de agua, la contaminación causada por los plaguicidas y la vulnerabilidad ocasionada por las grandes obras de infraestructura. El último tema, que es el más nutrido, examina a Bogotá. Desentraña parte de la historia de los cerros y de los humedales, así como de los ríos Tunjuelo y Bogotá. Muestra, además, que las basuras y su gestión han sido parte integral del crecimiento urbano.

Un pasado vivo. Dos siglos de historia ambiental latinoamericana fue publicado por Ediciones Uniandes y el Fondo de Cultura Económica, y editado por Claudia Leal, John Soluri y José Augusto Pádua. Catorce investigadores de diversas latitudes exploran regiones (como el Gran Caribe), ambientes (como las ciudades) y procesos (como la ganadería) para dar un panorama general de 200 años de historia regional en los que las ideas sobre la naturaleza y su manejo y transformación son centrales. La introducción, escrita por los editores, explica cuatro características fundamentales que marcan ese panorama, entre ellos la condición tropical de buena parte de este territorio y el uso de la riqueza ambiental en la construcción de los estados nacionales.
“Debido a su imponente presencia y al hecho de que siempre han estado allí, las selvas tienden a ser consideradas como la mejor expresión de la ‘naturaleza’ y, en ese sentido, como espacios desprovistos de historia. Sin embargo, como muestra este libro, las selvas llevan mucho tiempo entreveradas con nuestro pasado social de una forma tan simbólica como material”.
Conclusiones, página 296
El lugar de las palabras
El lugar de las palabras
En el 2017, a María Gómez Lara le extirparon un tumor cerebral de un lugar relativamente cercano al área del lenguaje. Esta experiencia la llevó a escribir su más reciente libro y fue su manera de transformar el dolor en poesía.
Palabras número
palabras tiempo
palabras piel
si pudiera escoger otra piel
sería oscura como la mía
y estaría hecha de palabras
si pudiera decir palabras-piel
y así tener un cuerpo
como el mío
pero
elocuente
al quebrarse
si tuviera un cuerpo que dijera
por ejemplo aquí estoy no me he ido por ejemplo sobrevivo
un cuerpo que diera razones y porqués
y no este aturdimiento este cansancio estos huesos casi polvo de
tantas veces rotos
cuánto entendería entonces:
si tuviera palabras
en vez de cicatrices
“Palabras piel”,
María Gómez Lara
El lugar de las palabras no es solo un libro sobre el lenguaje; es un libro sobre el miedo, sobre el dolor y la transformación del dolor en poesía, en el que su autora piensa el lenguaje como un cuerpo frágil porque se puede inflamar, porque se puede romper, porque se puede enfermar.
Para la poeta María Gómez Lara, lo más importante de su obra no es la experiencia misma de la enfermedad, sino su transformación en poesía y sobre todo qué hacer con las palabras.
Los primeros poemas los escribió cuando le diagnosticaron un tumor cerebral. Y durante todo el proceso creativo tuvo que preguntarse ¿qué pasaría si lo que pudiera perder fueran las palabras?, ¿qué haría con esa pérdida?, ¿con qué la nombraría? “Debía pensar en el lenguaje, en mi manera de pensar mi propio oficio y de pensarme, porque no podía imaginar quién sería yo sin palabras”.
Por fortuna, lo que le rondaba en la cabeza solo fue una hipótesis y no solo pudo recuperarse y seguir escribiendo, sino que está cursando su doctorado en Poesía Latinoamericana.
María compone versos desde los cuatro años, incluso desde antes de aprender a escribir. “Las rimas y los versos ya estaban en mi cabeza desde que era muy pequeña, la poesía es fundamental en mi vida y una parte muy importante de lo que soy”, reflexiona.

Incluso recuerda el día en que, mientras su madre le enseñaba a escribir sobre la arena a la orilla del mar, dijo unos versitos que rimaban y por eso su mamá exclamó: ¡Mi hija va a ser poeta!”. Desde entonces y con su apoyo, tomó sus lecciones de poesía con Mario Ochoa, un músico y poeta que hizo que las clases fueran un juego. Él le ayudó a interiorizar la música de las palabras, cuando armonizaba con música los poemas que María escribía. Con él aprendió que la poesía es un lugar de libertad absoluta en la vida, una enseñanza que la acompaña hasta ahora.
Cuando hizo la primera comunión, su mamá, la periodista y también escritora Patricia Lara, le dio de regalo la publicación de sus poemas escritos antes de los ocho años.
Desde niña supo que los poemas llegan solos y pueden encontrarla en cualquier momento. Por eso, nunca sale de casa sin llevar un cuaderno. Siempre debe estar preparada.
Los primeros bosquejos los escribe a mano y con tinta morada; luego, en un proceso que describe como más racional y controlado, pasa los versos al computador; allí va cambiando las versiones, edita y ajusta la inspiración que trae de sus notas en papel. Lo suyo, al fin de cuentas, es encontrar el lugar de las palabras
De poeta a poeta
María Gómez Lara nació un 10 de diciembre, el mismo día que una de sus poetas favoritas, Emily Dickinson. De ella admira la musicalidad de sus versos, la manera en que trabaja con el silencio, la forma de referirse al duelo y de nombrar el dolor.
A ella le dedicó este poema:
EMILY DICKINSON
Nací el mismo día que Emily Dickinson
casi dos siglos después
y las cosas han cambiado un poco
desde entonces
no tuve
su entereza ante el dolor
ni su oído sutil para las revelaciones
vivo en un edificio alto
donde no llegan los pájaros
sólo un ruido de sirenas
que no canta
es una ciudad inmensa
aquí todos somos Nadie
pero no hemos aprendido
a guardar el secreto:
al caminar regamos
nuestra nada en las esquinas
Nací con la piel oscura
en un país del trópico
y vine a buscarla a este estruendo
tan lejano de su voz
que se enredaba en las praderas
la imagino callando en los ladrillos
veo sus manuscritos de letras apretadas
como ramas de tinta negra
que se quiebran
en cualquier envoltura
en la lista de mercado
y se enlazan otra vez
para inventar el mundo
Nací un diez de diciembre como ella
y no traje ese silencio
sin embargo
gracias al conjuro
de repetir sus versos
mientras cambian los semáforos
estoy a flote
todavía. (...)
María en un currículo
Antes de publicar el libro El lugar de las palabras (Pre-Textos, 2020), escribió los poemarios Después del horizonte (2012) y Contratono (Visor, 2015). Este último mereció el XXVII Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe a la Creación Joven y además fue traducido al portugués por el poeta Nuno Júdice bajo el título Nó de sombras (2015).
Algunos de sus poemas también han sido traducidos al italiano, al inglés y al árabe y han aparecido, tanto en español como en ediciones bilingües, en distintos medios de Latinoamérica y España y en antologías de poesía colombiana y latinoamericana.
Su formación académica está centrada en las letras. Estudió Literatura en la Universidad de los Andes en Bogotá. Tiene una maestría en Escritura Creativa en español de la Universidad de Nueva York y otra en Literaturas y Lenguas Romances de la Universidad de Harvard. Actualmente es candidata al grado de doctora en Poesía Latinoamericana, también en Harvard.
Hijas del Agua
Hijas del Agua
El proyecto Hijas del Agua es una colaboración entre el fotógrafo Ruvén Afanador y la artista y arquitecta uniandina Ana González, quienes dedicaron cuatro años a explorar 26 comunidades indígenas de Colombia. De estos viajes surgió un registro fotográfico que se ha convertido en un libro y varias exposiciones. Actualmente la muestra es exhibida en la sala Modernidades del Museo Nacional de Colombia y estará itinerando todo el 2021. También estará en Europa y en la próxima edición del Hay Festival.
“Es el evento cultural más significativo en mucho tiempo, una especie de exposición que combina una colaboración artística, una reflexión sobre lo que somos y una invitación a una toma de conciencia, a una reflexión sobre el futuro”. Alejandro Gaviria, rector de la Universidad de los Andes.
Cada toma realizada por el fotógrafo Ruvén Afanador fue posteriormente modificada por la artista Ana González. Las fotos fueron sublimadas o impresas en diferentes soportes, como tela, papel de arroz, lienzos o velos, y alteradas posteriormente con bordado, tinta, grafito o porcelana, según el mensaje y la historia de cada imagen. Para la ejecución del proyecto, Ana y Ruvén viajaron desde la Guajira hasta el Amazonas.