La sociedad y los gobiernos tienen en sus manos la oportunidad de reconstruir la confianza y mejorar la salud mental, de acuerdo con expertos de la Universidad de los Andes.

Desde el periodista que sale en las noticias destacando en lo mal que estamos usando el tapabocas hasta las tarjetas que utiliza un gobernante para desaprobar el comportamiento ciudadano son señales que solo enfatizan lo negativo en esta época de pandemia.

El resultado, lejos de empoderar a la gente para luchar contra el COVID-19, es el aumento de su desconfianza, según el Observatorio de la Democracia de Los Andes. Incluso muchos mensajes son tan contradictorios que suscitan inseguridades, estrés, ansiedad y otros sentimientos negativos que afectan la salud mental.

De hecho, pareciera que los colombianos tuvieran interiorizada la idea de que confiar es de ingenuos, desconociendo que esto puede condenar a una sociedad al individualismo. Una encuesta de la Alcaldía Mayor de Bogotá muestra una pérdida de la confianza durante la pandemia: pasó de un 41 por ciento el 15 de abril a un 12 por ciento el 10 de mayo de este año, y estaba más acentuada en los estratos altos.

Y es que la estrategia de control de la ciudadanía ha dejado de lado la promoción de la confianza. “Hay una relación de dependencia mutua entre la confianza y el control. Este último puede tener un efecto bueno a corto plazo, pero podría traer consecuencias negativas a largo —explica Catalina González Quintero, profesora de Filosofía de Los Andes—. Así, los gobernantes están perdiendo la oportunidad de educar y de hacer del cuidado un objetivo común”.

Con el control excesivo, la ciudadanía empieza a desconfiar de sus gobernantes y en esa medida las personas se sienten autorizadas a desconfiar de los demás. Lo problemático viene cuando esto se da en un contexto atravesado por los prejuicios de raza, clase, género, sexo, entre otros. Estos síntomas entorpecen la discusión pública que podría ser una de las causas de la polarización política.

Por el contrario, si se da confianza y se educa en el cuidado de sí mismo y de los otros, se obtienen cooperación social y esfuerzos colectivos. “El control es bueno, pero la confianza es aún mejor”, agrega la profesora González Quintero.

Así, los desafíos radican en que el Gobierno adelante campañas de educación y controles razonables: transmitir el mensaje de cómo cuidarse, pero también de que se va a confiar en su propia capacidad de hacerlo. Tatiana Andia, directora de la Escuela de Posgrados de Ciencias Sociales, es enfática en que la confianza debe trabajarse como un asunto clave y no como algo subsidiado, como pasa ahora.

“Los funcionarios públicos deben trabajar en mensajes únicos, claros y positivos que apunten a este objetivo y al cambio de comportamientos. Los mensajes negativos pueden escalar en el conflicto. Lo bueno es que esto puede desarrollarse en la interacción cotidiana, ¿Por qué no celebrar lo que mi vecino está haciendo bien? Así evitamos lo que se podría llamar la tiranía del COVID”, afirma.

“De esta salimos juntos”

Con la desconfianza, el distanciamiento físico y el confinamiento se develaron desafíos para enfrentar los problemas de salud mental que han afectado a varias poblaciones, entendiendo que esta es también la capacidad de las personas para relacionarse con su entorno y ejercer la ciudadanía, según Diana Agudelo, profesora de Psicología.

Retomar las relaciones y los vínculos es uno de los retos, además de darles solución a problemáticas que se incrementaron como la violencia intrafamiliar, el abuso sexual y el reporte de síntomas como ansiedad, depresión y bajos estados de ánimo, producto de la incertidumbre laboral y la privación de estímulos ambientales. Así mismo, en los primeros tres meses de confinamiento subió el consumo de alcohol y sustancias psicoactivas.

La investigación en curso Estudio Comunitario Colombia COVID-19, de las universidades de los Andes y del Rosario y la Alianza Economía Formal e Inclusiva (EFI) mostraba el 31 de agosto de 2020 que los jóvenes de 18 a 23 años, seguidos de personas entre 24 y 45 años, reportaban más síntomas de ansiedad, depresión y estrés. Eso unido con la preocupación principal de temer que un familiar se enfermara y, al principio de la pandemia, que ellos mismos también lo hicieran.

Hasta la fecha de corte, la mayoría de quienes contestaron la encuesta viven en Bogotá, cuentan con un pregrado y el 52 por ciento tienen un trabajo formal. Es una muestra más educada y centrada en el interior que el grueso de la población urbana del país; sin embargo, permite analizar cómo se han comportado durante la pandemia grupos particulares.

“El deterioro de la salud mental debemos verlo como una oportunidad para que se priorice su atención, aún más en un país con altos niveles de violencia, donde se pensaría que esta tendría que estar en primer lugar”, añade Andia, de la Escuela de Posgrados de Ciencias Sociales.

Complementa diciendo que se ha hablado mucho sobre cuánto han dejado de aprender los jóvenes y enfatiza que más preocupante que la brecha de aprendizaje es la pérdida de sociabilidad. ¿Cómo compensar ese déficit?, se pregunta.

Se requiere una política de salud mental y un modelo de acciones individuales y colectivas, a juicio de la profesora Agudelo. Ese modelo solidario involucra responsabilidades en diversos actores: las personas, la sociedad, los entornos laborales, el Gobierno e, incluso, los medios de comunicación, en el entendido de que la salud mental no es solo de los individuos, sino que se trata de un tema estructural, que está determinada por la forma cómo se enfrenta en conjunto.

En poblaciones específicas, con niños y adolescentes, la profesora de Psicología ve con buenos ojos la reapertura de colegios, porque la privación de estímulos puede repercutir en su desarrollo. Y en cuanto a los adultos mayores recalca en garantizar el ejercicio de sus libertades: “La única salud que se afecta no es la física y por eso estar en sus casas sin ser visitados puede generarles sintomatologías; la ausencia de estímulos también repercute en sus estados de ánimo”, agrega.

En resumen, las investigadoras proponen cuidar la salud mental propia y colectiva, a la vez que resaltan que confiar es un regalo que les damos a los demás y que se debe honrar. También es un recordatorio permanente de que vivimos en una sociedad y no en un lugar donde habitan varios sujetos individuales.

Articulo por:
Lina Fernanda Sánchez Alvarado