En un contexto de pandemia y emergencia sanitaria, las lógicas de discriminación existentes en la sociedad colombiana se han ahondado. En este especial de la Nota Uniandina se abordan las barreras para el goce de los derechos al agua, a la salud, a la igualdad, de las personas con discapacidad; y los derechos humanos, en general, de los individuos privados de la libertad.
Por César Orozco Carrillo & Johanna Ortiz Rocha
ce.orozco@uniandes.edu.co
johortiz@uniandes.edu.co
“La forma como una sociedad trata a las personas privadas de la libertad muestra qué tan en serio se toma la protección de los derechos humanos”, sentenciaba Manuel Iturralde, director del Grupo Prisiones de la Facultad de Derecho, en la presentación de un proyecto en conjunto entre la Universidad de los Andes y El Espectador para evidenciar el avance del COVID-19 en las prisiones colombianas.
Esa afirmación tan diciente y categórica podría extrapolarse a otras situaciones en donde distintos grupos sociales marginados han visto cómo “lo urgente ha desplazado lo importante”, como lo simplifica Juliana Bustamante, directora de la clínica jurídica Programa de Acción por la Igualdad y la Inclusión de Los Andes. En este caso, enfrentar el coronavirus ha dejado de lado la protección de derechos, poniendo en evidencia, una vez más, las discriminaciones que arrastra la sociedad colombiana.
Un claro ejemplo de estas situaciones es el acceso al agua potable. En la actualidad, millones de colombianos no tiene la posibilidad de realizar un correcto lavado de manos por la ausencia de este servicio. ¿Cómo seguir las recomendaciones de autocuidado en este contexto?
Las inequidades en el acceso a los servicios de salud son otro ejemplo que ha quedado al descubierto. Durante la pandemia, las poblaciones más afectadas han sido aquellas con una gran informalidad laboral, las de regiones apartadas y las comunidades indígenas y afro. Esto se explica, en parte, por la ausencia de hospitales y unidades de cuidados intensivos, pero también por la falta de una política pública e integral.
Volviendo a las prisiones, su realidad es dramática y está marcada por el hacinamiento provocado por la política de seguridad pública del país. Casi 10.000 personas se han contagiado en cinco meses después del descubrimiento del primer caso positivo de un recluso por coronavirus en la cárcel de Villavicencio. ¿Qué medidas se han adoptado para proteger sus derechos?
Finalmente, las poblaciones con discapacidades han visto cómo los avances en la protección de sus derechos quedan congelados por la satisfacción de sus necesidades básicas —con el riesgo de que se pueda dar un retroceso en esta materia— y cómo muchos de los mensajes sobre los cuidados y las medidas adoptadas por el Estado para hacerle frente a la pandemia incumplen con los principios de accesibilidad, por lo cual algunos no reciben la información de manera adecuada.
En Nota Uniandina compartimos la visión de los expertos sobre el acceso al derecho al agua, la salud y la no discriminación, así como el respeto de los derechos de las personas privadas de la libertad.
Sin derecho a lavarse las manos
El acceso a agua potable es un derecho humano, reconocido en Colombia desde 1992 por la Corte Constitucional y en el ámbito internacional desde 2002. A pesar de esto y de que el lavado de manos es considerado la principal medida de defensa ante el coronavirus, millones de personas conviven sin este servicio. Según el censo del DANE de 2018, el 86,4 % de las viviendas del país tienen cobertura de acueducto, lo que significa que otras 7.045.806 no, siendo las de menores recursos las más damnificadas.
“Si hacemos una valoración histórica, sin duda se ha mejorado, pero los grandes avances están alrededor de la cobertura y en zonas urbanas”, asegura Mauricio Madrigal, director de la Clínica Jurídica de Medio Ambiente y Salud Pública (MASP) de la Facultad de Derecho. Sin embargo, explica que sobre estos avances deben ser tenidas en cuenta unas consideraciones.
Para comenzar, generalmente las cifras muestran la cobertura de este servicio, pero no la potabilidad del agua ni su continuidad o permanencia. “El agua puede llegar dos veces al mes o contaminada”, recalca.
Además, existe una marcada diferencia estructural entre la ruralidad y las ciudades, así como entre territorios. En Bogotá, por ejemplo, el porcentaje de cobertura es del 99,53, mientras que en las cabeceras municipales del Chocó tan solo alcanza al 34,69 y en centros poblados y la zona rural dispersa de Vaupés, el 3,79.
A ello se suman los grupos sociales en situación de vulnerabilidad (migrantes y habitantes de calle) y habitantes de los cinturones de pobreza de las grandes urbes —quienes pueden estar conectados de manera irregular—.
Lo anterior, en parte, es el resultado de ese reconocimiento por la vía jurisprudencial. Colombia no es uno de los cinco países de América Latina que tienen el derecho al agua dentro de sus constituciones: “Esto hace que nuestro ordenamiento jurídico no esté diseñado para su garantía, sino con un esquema un poco más mercantil y económico que no está basado en los Derechos Humanos”, explica Mauricio Madrigal, fundador de la Organización Mexicana para la Conservación del Medio Ambiente (Omca A. C.) y del Centro Latinoamericano de Estudios Ambientales (Celeam).
El resultado es una judicialización para su garantía por medio de tutelas, las cuales pueden tardar meses y hasta años en ser falladas.
El Decreto 441, los desconectados y los acueductos comunitarios
Durante la emergencia sanitaria, el Gobierno Nacional expidió el Decreto 441, el cual reconocía, en su parte motiva, el acceso al agua como un derecho humano y establecía cinco disposiciones orientadas a la reinstalación y reconexión inmediata del servicio de acueducto suspendido o cortado a los suscriptores residenciales; pero esta medida no regía si el motivo del corte o de la suspensión era fraude.
“Esto tiene dos grandes implicaciones: por un lado, existen cientos de miles de asentamientos irregulares e informales que no recibirían el beneficio; y por el otro, no se reconoce a los grupos especialmente vulnerables, como los habitantes de calle, los migrantes y las comunidades rurales que carecen del servicio de acueducto y alcantarillado”, asevera Madrigal.
Igualmente, no se menciona ningún apoyo a los más de 30.000 acueductos comunitarios que proveen gran parte del agua en las regiones rurales.
Durante el control efectuado por la Corte Constitucional, el decreto fue declarado constitucional, pero con la salvedad de que debían ser reconectados todos, incluyendo a los desconectados por fraude, dado que esa excepción iba en contra de los derechos humanos.
En este caso, gracias a un formulario —creado por la organización Mutante— en el que se consultaba sobre el acceso de la comunidad a estos servicios, en una semana se recibieron más de 30 solicitudes urgentes de apoyo jurídico para conseguir el acceso al agua. Además, a MASP llegaron otras peticiones provenientes de distintas partes del país.
Al no existir claridad sobre cómo se debía proceder por la cuarentena estricta, MASP y la Escuela Jurídica Popular optaron por enfocarse en un caso en el cual ya tenían identificadas a 300 familias del barrio El Codito, en el nororiente de Bogotá, que no podían ejercer este derecho.
“Este caso es sobre un asentamiento irregular. Interpusimos una primera acción de tutela que salió favorable, pero con una condición: el juez dice sí, garantizo el derecho al agua, pero mientras dure la emergencia, por lo que apelamos la decisión porque se estaba condicionando un derecho humano. Fue confirmada en segunda instancia y estamos esperando que la Corte Constitucional la elija para sentar un precedente”, cuenta Madrigal.
Sin embargo, este mecanismo funciona de forma individual, por lo cual habría sido necesario interponer 300 acciones para todos los habitantes del asentamiento, lo que congestionaría aún más el sistema judicial. Por esta razón, se cambió la estrategia por el envío de cartas para el Acueducto y la alcaldesa de Bogotá, en donde se pedía la creación de una mesa para buscar soluciones.
Finalmente se logró la conexión de 300 familias, gracias al apoyo de las dos organizaciones. Pero, para Madrigal, todavía falta mucho por hacer: “Siguen cientos de familias sin acceso a agua y el Estado no está fortaleciendo los acueductos comunitarios, algo que consideramos fundamental para garantizar este derecho”.
Un sistema de salud inequitativo
El sistema de salud, aunque no ha colapsado por la pandemia, volvió a reflejar las grandes inequidades del país. Las poblaciones más afectadas han sido las más vulnerables y los pueblos indígenas y afros. “Me preocupa que nos devolvimos, al parecer, a pensar que un hospital es el garante de la atención en salud. No es así, el garante es el Estado”, reflexiona Jovana Ocampo, líder del grupo de investigación en Sistema de Salud, Infancia, Género e Interculturidad de la Universidad de los Andes.
Para la médica, las estrategias políticas sobre salud carecen de un enfoque diferencial para adaptarse a las diversas realidades del país. Los mensajes han sido los mismos para todos los grupos, aun cuando hay grandes diferencias culturales, demográficas, económicas y geográficas.
Incluso en las ciudades. Para un trabajador informal es muy difícil guardar la cuarentena si debe solucionar el día a día y conseguir su sustento. Allí es donde cobra importancia un mensaje con enfoque diferencial, en donde las particularidades de los territorios, sus formas de relacionamiento y sus normas establecidas son tenidos en cuenta para el desarrollo de los protocolos de autocuidado.
“Para algunas personas, el contagio en las localidades de Bogotá que marcaron un pico más alto fue por la irresponsabilidad de sus habitantes; sin embargo, cuando se revisan las cifras se puede ver que muchos de ellos trabajan en la informalidad, lo que los obliga a salir cada día, exponiéndolos aún más al virus”, asegura Ocampo.
En Bogotá, según datos publicados por el Observatorio de Salud de Bogotá con corte a 2 de octubre de 2020, los estratos 1, 2 y 3 reunían el 90,3 % de los fallecidos por COVID-19, siendo el estrato 2 el más golpeado con el 45,3 % y el 5 el que reporta menos muertos con un 0,8 %.
Sin unidades de cuidados intensivos a kilómetros
Para el tratamiento de los casos más complicados por coronavirus se evidenció la necesidad de contar con unidades de cuidados intensivos (UCI) dotadas de ventiladores mecánicos. En el país, se desnudó la ausencia de estos espacios a nivel general y con especial precariedad cerca de las comunidades indígenas y afro.
En la Nota Macroeconómica n.° 24: La cara étnica de la pandemia en Colombia, profesores de la Facultad de Economía calcularon que, en promedio, las UCI se encuentran a 198,53 kilómetros de los poblados indígenas y a 81,49 de las comunidades negras. El panorama es mucho peor si se considera que estas regiones no disponen de medios de transporte rápidos y asequibles.
Según datos de la Organización Nacional Indígena de Colombia (Onic), con corte a 23 de septiembre, habían sido confirmados 30.002 casos y 1.080 fallecidos en 72 pueblos afectados.
“Al inicio de la pandemia, pudimos observar cómo Amazonas fue la punta del iceberg que puso en evidencia estas dificultades, pero, más allá de eso, se desnudó la fragilidad de un sistema que no se ha logrado articular ni amoldar a las necesidades y al enfoque de atención primaria”, asevera la médica de Los Andes.
Un agravante para ellos es que por el COVID-19 están muriendo los adultos mayores, quienes son los responsables de las comunidades y atesoran los conocimientos y las tradiciones de sus pueblos.
Y esta ausencia “no ocurre únicamente con las unidades de cuidados intensivos, sino con unas redes integradas que van desde la promoción y prevención hasta el tratamiento y rehabilitación. Esto evidencia debilidades en estrategias como la atención primaria en salud. Es importante recordar que no solo es COVID, hay muchas más enfermedades crónicas por las que las comunidades no pueden acceder a un tratamiento a tiempo y digno”, concluye Ocampo, médica con maestría y doctorado en Salud Pública y profesora de la Facultad de Medicina.
Las barreras de la sociedad para las personas con discapacidad
Antes que nada, “es importante entender que la discapacidad no está en las personas, sino en las barreras del entorno en el momento de ejercer sus derechos desde su diversidad”, explica Juliana Bustamante, directora de la clínica jurídica Programa de Acción para la Igualdad y la Inclusión Social (PAIIS) de la Universidad de los Andes, cuando se le pregunta por la situación de esta población en la pandemia. “Cuando no encuentran todos los elementos necesarios para ejercer sus derechos —no hay rampas, no tienes interpretación ni lenguaje claro, etc.— , entonces, su diversidad se convierte en discapacidad”.
En el marco de la pandemia, cuando el coronavirus llegó a Colombia, PAIIS y otras organizaciones se encontraban realizando pedagogía para explicar la Ley de Capacidad Jurídica del 26 de agosto de 2019 para dar a entender por qué su implementación no era tan complicada y por qué no se podía analizar desde el caso extremo de la persona que está en coma muriéndose.
Esta ley supone un avance en la lucha por los derechos de estos individuos. En pocas palabras, les devuelve su capacidad jurídica: establece que no se les puede pedir interdicción y, en cambio, deben recibir un sistema de apoyos para garantizar el pleno goce de sus derechos. Su implementación sigue andando en los organismos del Estado, pero la conversación con los directamente involcrados se detuvo.
Lo que se busca es hacer entender que “lo que consideramos una discapacidad es una forma de habitar el mundo de manera distinta. Ellos pueden ejercer derechos, la sociedad debe permitirlo y el Estado debe proveer los apoyos necesarios”, explica Bustamante.
Antes se abordaba este tema desde el modelo que los consideraba prescindibles, luego como enfermos que podían ser curados o rehabilitados y ahora lo que se busca es su inclusión.
Por la pandemia, esta agenda de derechos ha sido desplazada por una asistencialista, que se hace necesaria porque la discapacidad se profundiza en las clases sociales más marginadas, pero es vista como un potencial riesgo de perder los logros alcanzados.
“Este tipo de ayudas son costosas, pero fáciles de implementar, por lo que preocupa que, una vez superada la emergencia, se decida continuar con este enfoque y se olviden sus derechos”, teme Bustamante.
Sin un lenguaje claro y accesible
Otro es el caso del lenguaje claro y con enfoque diferencial. A pesar de que la Ley estatutaria 1618 de 2013 establece disposiciones para garantizar el efectivo ejercicio de los derechos de las personas con discapacidad, mediante la adopción de medidas de inclusión, acción afirmativa y de ajustes razonables, no todos los mensajes transmitidos por las entidades gubernamentales han cumplido con los principios mínimos de accesibilidad (como lenguaje de señas y subtítulos), lo que dificulta su apropiación por ciertas poblaciones —siendo las redes sociales el medio de comunicación más utilizado y en donde se evidencia una mayor ausencia de estas alternativas—.
“Cada vez que encontramos un mensaje que no cumple con esto, enviamos un derecho de petición a la entidad para que lo solucione. Hemos logrado avanzar en este campo”, asegura Bustamante.
Ya es más común ver intérpretes en las alocuciones de servidores públicos, pero todavía falta mucho por hacer para que los mensajes tengan un enfoque de inclusión, como en el caso de aquellos con discapacidad psicosocial (con diagnóstico de trastorno mental), consideradas un grupo no prioritario.
“Ellos siempre tienen barreras, salvo que escondan su condición, porque existe un miedo grande a la diferencia”, explica Bustamante. A ellos no se les explica lo que está pasando en términos que puedan asimilar y con un mensaje que no los angustie por miedo a su reacción. Por el contrario, la información transmitida por los medios de comunicación está marcada por la desconfianza y el miedo al otro.
En un contexto en donde el mensaje público es que el otro es un peligro, se potencia aún más esta discriminación. “Los mensajes que salen de los poderes públicos pueden ser nocivos y violentos para estas poblaciones”, asegura Bustamante.
Condenados al contagio
Aunque el riesgo de propagación del virus en las cárceles colombianas era evidente para académicos y organizaciones sociales, el Gobierno no implementó medidas preventivas a tiempo para evitar la crisis. El primer caso fue reportado el 10 de abril en la cárcel de Villavicencio, lugar de donde fueron trasladados 8 internos por haber participado en un motín 3 semanas atrás; 5 meses después, han sido contagiadas casi 10.000 reclusos y 834 funcionarios del Inpec, en 55 establecimientos de reclusión.
“El coronavirus puso de manifiesto las fallas del sistema penitenciario y carcelario colombiano, caracterizado por una infraestructura insuficiente y vetusta, un gran déficit presupuestal y de recursos humanos y la consecuente deficiencia en la prestación de servicios básicos, entre ellos la salud y la resocialización de las personas privadas de la libertad”, afirmó Manuel Iturralde, director del Grupo Prisiones de la Facultad de Derecho, en la presentación del proyecto COVID-19 en las cárceles, de la Universidad de los Andes y El Espectador para evidenciar el avance del virus en las prisiones colombianas.
Entre los riesgos identificados se encontraba el de alto porcentaje de hacinamiento, que superaba el 50 % al principio de la emergencia sanitaria, ya que era claro que el índice de contagio del coronavirus es mayor en espacios cerrados y cuando no se guarda una distancia mínima de 2 metros.
El 14 de abril, por medio del Decreto Legislativo 546 de 2020, el Gobierno Nacional establecía, entre otras medidas, la excarcelación de las personas más vulnerables para proteger su vida y salud. Sin embargo, según cuentas del Grupo Prisiones para finales de agosto, menos del 1 % de la población recluida había sido liberada a la luz de este decreto (unos 1.000 individuos), a pesar de que se calculaba un 3,3 %.
Por medio de mecanismos legales ordinarios han sido liberadas alrededor de 22.000 más. Esto, sumado a la restricción de ingresos a los establecimientos del Inpec, ha logrado reducir el índice de hacinamiento al 29 %. Sin embargo, para Manuel Iturralde, esto no soluciona el problema, sino que incluso lo empeora. En una columna de opinión publicada en el especial COVID-19 en las cárceles, manifiesta que “lo traslada a las estaciones de policía y las unidades de reacción inmediata (URI) de las ciudades y pueblos, que no están en condiciones de albergar personas privadas de la libertad y que en muchas partes (como Bogotá y Medellín) presentan alarmantes índices de hacinamiento, superando en varios casos el 100 %”.
Al análisis de estas condiciones se debe sumar el hecho de que casi el 30 % de esta población está esperando una condena, por lo cual no se puede asegurar que son culpables de haber cometido algún delito.
En las cárceles “no hay acceso a agua potable, servicios básicos de salud, trabajo, educación, por lo cual terminan viviendo en unas condiciones indignas y que generan situaciones de violencia y de explotación y propician la corrupción”, concluye Iturralde.