Han pasado más de diez años desde el asesinato de su esposo en Antioquia, a manos de grupos armados, y la mujer aún conserva ropa que él llevaba el día del ataque. “¡Mamá! ¿En serio usted guardaba la camisa ensangrentada de mi papá entre la almohada?”, preguntan sus hijos durante una sesión de terapia. La sicóloga escucha el relato. Una artista toma apuntes en su libreta.
La conversación pasa de minutos a horas, y la mujer toma una decisión: entregar su te- soro, la camisa de su esposo. La pone en ma- nos de la artista Erika Diettes. Ella documenta el sufrimiento de víctimas en Colombia; y a ella le confía esa prenda para convertirla en una de las piezas de Relicarios. En total, son 165 urnas elaboradas en tripolímero de caucho. Contienen fotografías, prendas de vestir, peines, cepillos de dientes, cartas y otros ob- jetos que pertenecieron a víctimas asesinadas, desaparecidas o a quienes son sobrevivientes. Así se reúnen 165 historias y fragmentos de dolor de quienes padecieron el conflicto armado en Colombia.
Erika Diettes es artista visual y comunicadora social de la Universidad Javeriana, con una maestría en Antropología de la Uni- versidad de los Andes. Su exploración del duelo de las víctimas comenzó con su tesis de posgrado, lo cual la llevó a su primera obra, Río Abajo (2008), una serie fotográfica de prendas pertenecientes a personas cuyos cuerpos fueron arrojados al río. Posterior- mente presentó Sudarios (2011), una serie de retratos en blanco y negro de mujeres que sufrieron a causa del conflicto en Antioquia.
El relicario es un pequeño contenedor. En él se guardan objetos de valor sentimental o religioso. Puede contener mechones de pelo, fotografías o cualquier objeto especial para quien vive el dolor de su recuerdo. En su más reciente obra, Relicarios (2018), Erika explora dolor y duelo, y busca dignificar a las personas sin reducirlas a estadísticas, evidenciando cada objeto como un material frágil y precioso. Cada cubo transparente conserva objetos y materializa cerca de siete años de trabajo de Diettes en un diálogo íntimo con las personas, con los objetos y con la obra misma.
‘Los llamo dolientes’
A Erika Diettes, a menudo, le preguntan cómo es trabajar con víctimas del conflicto. Para ella es, en esencia, un encuentro entre seres humanos. “No me gusta llamarlos víctimas; los llamo dolientes porque son personas que cuentan sus historias de dolor”.
En un estudio alquilado en La Unión, Antioquia, Erika comienza a armar los relicarios. Con cuaderno en mano y con un equipo de diez sicólogas se dedican a realizar entrevistas de cuatro a cinco horas por familia. “Las charlas son un proceso de descubrimiento para los dolientes”, explica Erika. Cada noche, por ejemplo, la mujer de la ca- misa sentía abrazar a su esposo y lo reconoce durante la entrevista. Esa fue su última muda, su último rastro. Y es una forma de resistir ante lo que le ha sido arrebatado.
Su relación con los dolientes no solo es de escucha, es de confianza. Sus apuntes y bitácoras, donde la artista registra cada relato, se convierten en un repositorio histórico. Por eso sus notas están resguardadas en un archivo protegido por la ley de Derechos Humanos en la biblioteca de la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans, y no podrán ser abiertas hasta dentro de 50 años. Sin embargo, la memoria de Erika no está resguardada en un archivo; su labor es “ser guardiana de estos testimonios y solo contar aquellas historias acordadas con los dolientes”.
Para ella no hay orgullo en soportar la carga de tantas historias de dolor; en cambio, siente un profundo respeto al apreciar figuras tan “poderosas”, como las llama ella, que han logrado seguir viviendo a pesar de todo. “Es fundamental recordar el foco de mi obra, la denuncia de estas historias y la resiliencia de los dolientes. La gente tiende a imaginar a las víctimas como frágiles y siempre llorosas, pero en realidad son sobrevivientes de desplazamientos forzados, de abusos sexuales inimaginables y de la pérdida de seres queridos. A pesar de todo, tienen el coraje de de- nunciar y seguir viviendo”.
Recolecta de tesoros
El equipo de sicólogos acompaña a la mujer a su casa. Entregará la camisa de su esposo, asesinado hace una década. Su ropa, la intimidad de ese lazo. A la manera de quien revela el escondite de un tesoro, ella muestra la almohada. Con calma, se toma su tiempo para descoserla, como si cada hilo tuviera el número de serie de una combinación. Una vez fuera la camisa, todos juntan sus manos para lavarla: la mujer, sus hijos y el equipo. Ya limpia, la envuelve en papel seda y se la entrega a la artista. Es un trabajo lento. “Nada de esto es fácil. Si el artista no está capacitado en salud mental, es mejor no improvisar en estos procesos”, señala Diettes. Convencer a las personas de entregar sus objetos “es como sacar al Señor de los Milagros de su urna”.
Los dolientes deciden qué objeto entregar; en muchos casos los acompañan cartas escritas a pedido de los terapeutas. Erika toma sus memorias para conservarlas en los relicarios traslúcidos diseñados para guardar y exhibir estas reliquias.
Un espacio sacro
“En mi cuarto de estudio he tenido una especie de historia clínica organizada sobre la pared”, menciona Diettes. Estaban la foto del doliente, la historia, la bitácora y el relicario. Una tarde, en un punto anterior al agotamiento total, Erika se había dicho que terminaría las historias hasta que finalizara el muro. “La última pieza la hago a partir de la historia de un chico asesinado por pasarse una frontera invisible en Medellín”, comenta. Cuando termina, cuenta su obra y 165 es el número total de relicarios. Entre las muchas opciones de espacios para exhibir su trabajo, para ella, solo hay en su momento dos alternativas: el Museo de Antioquia o el Museo Nacional. “¿Por qué elegir un museo? Porque son lugares significativos para las personas, donde se exhibe algo valioso. El arte tiene esa capacidad: conectar lo sublime con lo invaluable”, explica.
La inauguración se lleva a cabo en el Museo de Antioquia, donde asisten 800 personas. Sin embargo, tres días antes hacen un trabajo a puerta cerrada. Junto a sicólogas se reúnen con los 330 dolientes para que se reencuentren con los relicarios.
La disposición de la obra lleva al espectador a adoptar una postura reflexiva, similar a la de leer los nombres en las lápidas de un cementerio. Su intención es crear un espacio sa- grado, una reverencia por el dolor. No pasar de largo por respeto, observarlas a todas porque son retazos de memorias de un sufrimiento. Contemplar la peinilla de esta persona desaparecida y, entre hebras, observar la silueta de un rostro, pero mantener distancia para honrar los recuerdos de ese cuerpo. Observar cartas dobladas con los relatos de trece años de secuestro, pero no querer fijar la mirada para descifrar con exactitud qué dicen: contienen algo sagrado, el dolor de un sobreviviente.
La preocupación de Erika se centra en un trabajo que parece no tener fin. Las víctimas del conflicto son diarias. Continúan. Y su rabia surge al pensar que podría dedicarse a hacer relicarios por la eternidad, retratar todos los días el dolor de una nueva historia.